Motivados por la designación de nuevo Pregonero de la Juventud para este año 2015, hemos estado revisando nuestro blog y hemos descubierto que por alguna extraña razón, había desaparecido una entrada que habíamos incluido en Julio de 2012 con el contenido íntegro del Pregón de la Juventud de ese año.
Hoy volvemos a incluir su texto, para que esté a disposición de todos nuestros seguidores.
III PREGÓN DE LA JUVENTUD
HERMANDAD DE NUESTRO SEÑOR JESÚS DE LA HUMILDAD
Sergio Navarro Villar
Zaragoza, 26 de febrero de 2012
Padre.
Padre
Jesús de la Humildad.
Madre.
María,
María Santísima del Dulce Nombre.
Hermanas
Agustinas que hoy nos acogéis, atreviéndonos a romper
vuestro
silencio, vuestra clausura, con nuestra
oración.
Luis.
Querido Luis.
Queridísimo
Luis. Hermano Mayor de la Hermandad de Nuestro
Padre
Jesús de la Humildad.
Hermanas
y hermanos que cargáis sobre vuestros hombros la
responsabilidad
de liderar hoy, desde la Junta de
Gobierno, esta
querida
cofradía del Señor de la Humildad.
Presidente,
querido también, Juan, de la Junta Coordinadora de
Cofradías
de la Semana Santa de Zaragoza.
Querido
Iker, Iker Serrano, y hermanos cofrades, hermanos jóvenes
que
integráis el Grupo Joven Ego Sum de la Hermandad de la
Humildad.
Hermanas
y hermanos de la Humildad. Sí. Vosotros. Vosotros que,
dichosos,
multiplicáis la palabra de Dios por las viejas calles de la
Magdalena.
Hermanas
y hermanos cofrades de Zaragoza, jóvenes de edad y de
espíritu,
que hoy tenéis a bien acompañarnos.
Familiares
y amigos todos.
Tarde
de domingo. Tachémoslo de nuestro calendario: todo
domingo
es uno menos hasta alcanzar el domingo de domingos, el
Domingo
de Ramos.
Hace
unos días le abrí mi corazón a Iker Serrano, que semanas antes
me había propuesto
como Pregonero de la Juventud Cofrade 2012.
Hace
unos días comencé a sentir el vértigo, la responsabilidad que
en
mí ha recaído. Disponía de un esbozo de pregón escrito que no
me
hacía latir y supe que era necesario, conveniente, obligatorio,
arrinconar
libros, notas históricas, servilletas, libretas, guías, mapas
y
brújulas y dejar que no escribiesen mis manos sino mis entrañas.
Este
que hoy os leo es un pregón escrito, desde el corazón, por un
cofrade
de Zaragoza.
Ostentoso
título. Cofrade de Zaragoza. Escuchad cómo suena: no sé
si
habrá epitafio mejor cundo llegue la despedida.
Hoy
ocupo esta tribuna cerca, demasiado cerca, de Jesús de la
Humildad.
No me atrevo. No me he atrevido, todavía, a mirarle de
frente,
a mirarle a los ojos. Detesto las guías de recorridos en las que,
por
toda consideración, hablan del Señor de la Humildad como la
obra
de un escultor, Francisco Berlanga.
Los
cofrades de Zaragoza –desde el cofrade de la Entrada al de
Cristo
Resucitado- sabemos que el Señor de la Humildad es Nuestro
Señor.
Que el Señor de la Humildad es mucho, mucho más, que una
nota
a pie de página, como son muchos más todos y cada uno de
nuestros
Titulares.
Ahí
es nada.
Nuestro
Señor. Tan cerca y tan lejos.
No
me atrevo a mirarle a los ojos porque no soy digno. Porque soy
humano,
porque peco, porque me confundo, porque hiero, porque
defraudo.
Implorar su perdón no basta. De su mano, esta Cuaresma
voy
a tratar de limpiar mi corazón de impurezas para que el
Domingo
de Ramos, cuando atraviese el umbral de este convento, sí
pueda
mirarle, lloroso, a los ojos.
Hoy
sí puedo miraros a todos. Miraros para daros las gracias por
acompañarme
en esta tarde tan hermosa, tan especial, tan distinta
para
mí. Quizá, o seguro, la más intensa de mis tres décadas y
media de andadura
como cofrade. Hace no tanto confesaba a Iker
que
ser designado Pregonero de la Juventud es, y quizá yo aún no lo
sepa,
el peldaño final de una larga escalera que he ido ascendiendo a
lo
largo de mis casi treinta y seis años. Una escalera con algunos
peldaños
carcomidos; una escalera a menudo, en frías noches de
invierno,
agotadora; una escalera que no podía, ni mucho menos,
imaginar
que hoy me conduciría hasta aquí.
Hoy
estoy aquí gracias a Iker Serrano. Lo nombro a él pero debería
nombrar
a todos y cada uno de los miembros, de los cofrades del
Grupo
Joven Ego Sum de la Hermandad de la Humildad, que
pensaron
en mí para disfrutar de esta posición de privilegio y dirigir
un
mensaje a los jóvenes cofrades de Zaragoza. A mis hermanos.
Hoy
estoy aquí gracias al beneplácito de la Junta de Gobierno de la
Humildad,
que saben de mi profundo amor y admiración por su
hermandad
pero también de lo anárquico de mi pensamiento, de mi
verdad,
de mis acciones, de mi individualismo, de mi pasión por la
palabra
y la libertad, y a pesar de ello han refrendado con su amor
mi
designación.
Toda
historia tiene su principio y su final. Su final lo dictará Dios
cuando
decida que mi misión, que mi trabajo en la tierra ha
concluido.
Todos tenéis una historia que merece ser contada.
La
mía tiene un principio, que quiero compartir con vosotros.
La
mía comienza en 1976. Quizá fue una tarde, o una noche, de
septiembre
de aquel año. Eran tiempos revueltos, como ahora.
Tiempos
donde la ilusión estaba diluida en las preocupaciones,
como
ahora. Tiempos de zozobra y cambio, como ahora.
En
el fondo, no hemos cambiado tanto.
Esa
tarde, o esa noche, al calor de la luna, mi padre, Enós, propuso a
mi
madre, María Jesús, una decisión que en el fondo ya estaba
consumada:
yo iba a ser cofrade de la Piedad.
No. No me consultó.
Estoy
convencido de que antes de ser llamado Sergio ya era cofrade
de
la Piedad.
Yo
debo estar aquí a mis padres. A mi madre, que ha sabido latir al
ritmo
que marcaba la medianoche del Jueves Santo; ese ritmo que la
Semana
Santa, que nuestras cofradías imprimen en nuestros
calendarios,
en nuestras agendas, en nuestras vidas. Mi madre es
cofrade
de la Piedad, aunque las listas de hermanos digan lo
contrario.
Aunque los anacronismos digan lo contrario. Aunque la
presunta
tradición, que en otros aspectos se ha mostrado tan
voluble,
diga lo contrario. A mi madre la he acompañado desde
finales
de los setenta, con mi hermano Miguel, a San Cayetano,
cuando
ese templo era oscuridad y carcoma, cuando ese templo era
un
trasto desvencijado por el uso, en noches de noviembre –frías,
incómodas
noches de noviembre- para limpiar los jarrones y rendir
culto
a Nuestra Señora de la Piedad. Ese niño que entonces era se
acercaba,
casi con temor pero curiosidad, hasta la capilla del Cristo
de
la Cama.
No.
No recuerdo, y no sé por qué, la capilla de San Joaquín, sí, en
cambio,
el belén con movimiento que la memoria infantil recuerda
grandioso;
recuerdo ese Calvario de las Siete Palabras; sobremanera
recuerdo
los ojos de un niño se dirigen a lo desconocido, al cuerpo
yacente
de un Cristo que en 2009 pude llevar a hombros.
Mi
madre se llama María Jesús, pero era Piedad. Gracias a ella tuve
siempre
el hábito a punto. Gracias a ella íbamos los domingos a
misa
a San Cayetano, donde una pequeña estufa de butano trataba
de
caldear la fría sacristía. Gracias a ella entendí lo importante que
era
la mañana del Domingo de Pasión para un cofrade de la Piedad:
los
concursos, los premios, eran tan secundarios…
A
mi madre le debo todo. Muy probablemente, como todos los
cofrades jóvenes
debemos a nuestras madres. Gracias, mamá.
Y
soy cofrade gracias a mi padre. A mi Enós. Sé que está por aquí. Sé
que
hoy me acompaña, me reconforta, me da la mano. Sé que hoy
está
sentado entre nosotros.
Me
diréis: estás loco.
No.
No estoy loco. Simplemente lo siento.
Mi
padre me protege. Nos protege desde allá arriba.
Mi
padre, que descansa para siempre con mi hábito, me legó lo más
preciado:
el suyo. Con él y con su hacha ilumino e iluminaré,
acompaño
y acompañaré, mientras las fuerzas y otros compromisos
me
lo permitan, el camino de nuestra Señora de la Piedad cada
anochecer
de Jueves Santo.
Sin
mi cofradía yo no sería yo. Sería otro, probablemente un ser
incompleto,
menos intenso, alguien más vacío.
Sin
mi Semana Santa tampoco sería yo. Sería otro ciudadano
anónimo
que da la espalda a siglos de historia y tradición, a lo más
profundo
del ser humano, a los ritos que nos reconcilian con la
memoria
y nuestros antepasados.
De
eso saben mucho estos muros. En esta calle del Doctor Palomar,
en
la vieja calle del Pozo, lucharon piedra a piedra, casa por casa,
recios
aragoneses pero también recias aragonesas, en su lucha contra
el
francés. Cuenta Faustino Casamayor, fastuoso pero discreto
cronista
a quien tenemos siempre presente al escribir nuestras
crónicas
de Semana Santa, que hasta 1831 no se reabrió de nuevo
este
convento, que había quedado inservible ya en 1808 de resultas
de
los dos Sitios que asediaron Zaragoza.
Hoy
también me dirijo a vosotros gracias no solo a Iker, al Grupo
Joven
Ego Sum, a mi madre y a mi padre: gracias también a César
Catalán.
Mi amigo César. Mi amigo del alma. Caerán novias,
destrozaré
corazones, harán trizas el mío, pero César permanece a
mi
lado desde 1993. Él vestía otro azul, el de la Cofradía del
Prendimiento,
cuando nos conocimos. César no solo hace fotografías
en
esta pareja, en esta amistad, en este binomio indisoluble. César es
el
sentido común, la experiencia y la honestidad en la aventura que
iniciamos
en 1997. César es mi apoyo cuando, camino del Tourmalet
que
marca el Domingo de Resurrección, las fuerzas flaquean. César
es
la sombra que se aparta para que yo brille y hoy esté aquí. César
es
el que no recibe los aplausos. No sé de quién de los dos surgió la
idea
de lanzar una revista que difundiera la labor de las cofradías
zaragozanas.
Quince
años después, seguimos escribiendo la historia. Si la portada
del
primer número fue protagonizada por el Santísimo Cristo de la
Cama,
la segunda lo fue por María del Dulce Nombre.
No
sé si fue un milagro o una premonición.
Tal
vez, sin dudarlo, la de la Humildad es la hermandad y cofradía a
la
que más espacio hayamos dedicado en las páginas de Redobles.
No
hacen, no hacéis, estación de penitencia:
Hacéis
poesía.
Somos
esos hombres invisibles que tratan de aprehender la esencia
de
vuestra hermandad mezclados entre el gentío.
Qué
tenéis, qué os distingue para que Zaragoza se rinda cada
Domingo
de Ramos, para que os espere horas antes de que estas
puertas
se abran, para que las gentes os lleven en volandas y olés y
vivas
hasta la Catedral del Salvador.
Os
lo diré: sois verdad. Sois hermandad. Sois la unidad en la
diversidad.
Sois
la belleza en estado puro.
Sois
un ejemplo. Ejemplo de cómo deben y pueden hacerse las cosas,
cómo
una hermandad debe salir a la calle, cómo en el detalle está la
diferencia.
Sois los dioses de
las pequeñas cosas.
Tal
vez, en la amalgama de brillos y colores de cada Domingo de
Ramos
–y os aseguro que el sol, esa tarde, refulge como nunca y se
acompasa
a vuestro ritmo para acariciaros-; tal vez, decía, no
advirtáis
que sí, que muchos nos dejamos abandonar por los
sentidos
y el conjunto, pero nuestros ojos de colibrí se posan en esa
gota
de cera que llora por vuestra Madre, que es la nuestra; en ese
emblema
bordado en tinta sobre el cirio; en esa estampita que los
más
niños regalan a los fieles y que colocamos muy, muy, muy cerca
de
nuestros corazones. En noches de carteras vacías, en meses de
dificultades,
Jesús de la Humildad y María del Dulce Nombre nos
acompañan
para recordarnos que no estamos solos. Que siempre
hay
una puertecita, una rendija abierta en este convento de
agustinas,
en el que buscar refugio las noches de dudas y tormenta.
Me
gustáis mucho en vuestro peregrinar, Trinidad arriba, hacia la
catedral,
pero me gusta adivinaros después, cuando el ánimo
flaquea
y las fuerzas se esfuman. Me gusta adivinaros, allá a lo lejos,
mirada
miope, casi escondidos entre los árboles de Don Jaime,
cuando
la noche se cierra y las gentes vuelven a sus casas porque el
Domingo
de Ramos es extenuante, la gran prueba de fuego, la caja
de
pandora de emociones y recuerdos. Me gustáis bañados en la luz
anaranjada
de San Jorge. Me gustáis cuando el silencio se hace y los
costaleros
se muestran, humanos. Cuando esa maza de timbal ya no
acaricia
el cielo con alegría y reserva sus mejores versos para la
despedida.
Cuando mi querido Adán, también joven, vuestro cetro,
se
relaja y coge mi mano. Cuando ese niño pequeño, que estrena
vuestra
túnica, se resiste a cerrar los ojos y dejarse vencer por el
sueño
porque es un cofrade de la Humildad.
Nada
menos y nada más.
Un
privilegiado.
Me
gustáis, además, porque corroboráis las palabras con hechos;
porque
sabéis delegar la responsabilidad en los jóvenes, porque no
os
aferráis a la vara, al cargo, a las prebendas, a las pieles, a los
títulos: vuestra
Junta de Gobierno rezuma juventud, quizá de esa
marmita
bebéis todos para que las arrugas de la discordia no
asomen
en vuestros rostros.
En
el fondo mi historia es otra cualquiera, peor, más sencilla, muy
probablemente,
de la de cualquiera de vosotros. De ahí que me
sienta
turbado ante esta responsabilidad.
Buceo
en los mares de palabras y no sé si he acertado a lanzar un
mensaje
a los jóvenes cofrades de Zaragoza.
Hace
apenas cuarenta y ocho horas, Zaragoza, en el salón de mi
casa,
no sabía cómo ordenar mis ideas, cómo dotarlas de coherencia,
de
sentido, de cierta forma literaria.
La
solución era desprenderme de adornos, de bisutería barata, y
abriros
mi baúl de recuerdos a modo de pista.
Frente
a mí, frente a mi sofá favorito, en el que trato de escribir, sin
éxito
y desde hace lustros, la gran novela americana, estaba la
solución
al enigma.
Oculto
tras unas letras doradas en el lomo –un lomo de polipiel, que
somos
de la Piedad, pero somos pobres, orgullosamente pobres pero
ricos-
me esperaba el viejo álbum de fotografías de mi padre.
Entonces
me decidí a abrirlo, a pesar del riesgo de caer en brazos de
la
tristeza, y lo entendí todo.
Esas
fotos resumen la vida de mi padre, la vida de Enós, la vida de
un
cofrade cualquiera, incardinada a su hermandad.
Tal
vez no sea mal consejo, jóvenes cofrades de Zaragoza, el de
haceros
con vuestro propio álbum. Olvidaros de modas, de poses,
de
miradas despistadas, de fotos desenfocadas y colocad, de manera
ordenada,
desde la primera página, vuestra colección de recuerdos.
De recuerdos
cofrades.
Os
aseguro que ochenta y siete años después vuestros hijos,
vuestros
nietos entenderán esta bendita locura, este bendito don de
ser
cofrade de la Semana Santa de Zaragoza.
Entenderán
por qué os emocionabais al hablar con amor de vuestros
pasos.
Entenderán por qué quisisteis comulgar con el hábito cofrade.
Entenderán
por qué conocisteis a vuestra primera –ojalá que el amor
sea
tan fuerte para convertirla en la única- novia en los ensayos de la
cofradía.
Desde
el costal, haciendo que un tambor redoble, castigando la piel
de
un bombo, iluminando discretamente, sin aspavientos, en el más
completo
anonimato, con una vela, con un hacha, el camino eterno y
siempre
distinto de vuestros pasos, iréis escribiendo vuestra vida.
Buscad
vuestro lugar en el mundo y vuestro sitio en la cofradía: las
andas,
la cruz de guía, el costal, el bombo bajoaragonés, el tambor, la
cámara
fotográfica, la mantilla: desde cualquier lugar, una sola
mirada:
siempre hacia Cristo. Cristo como centro de todo.
Y
os diría también, y aquí despierta el revolucionario que ocultan
este
traje y corbata, que os lancéis a la acción. Que os lancéis ya. No
aguardéis
a mañana. No tengáis miedo. No lo dije yo. Lo dijo Juan
Pablo
II. El miedo solo paraliza. El miedo roba los sueños. No
culpéis
a vuestras Juntas de Gobierno de que no fomentan
actividades
para jóvenes. Fijaos en el Grupo Joven Ego Sum, o en los
cachorros
de la Dolorosa, la Eucaristía o las Siete Palabras, siempre
activos;
organizaros, proponed, derribad los muros, pintad en ellos
vuestras
consignas. Que os oigan. Queremos oíros. No sois una
masa
uniforme y adocenada. Cada joven cofrade suma, puede
aportar
algo diseñando una página web, tuiteando noticias de su
hermandad,
grabando los ensayos con la cámara del móvil,
compartiendo
su destreza con un tambor, buscando su lugar en el
mundo
a la vez que se busca a sí mismo. La Semana Santa se
construye
desde abajo, siempre desde abajo. No miréis arriba.
Preocuparos
tan solo de que la argamasa solidifica, de que los
primeros ladrillos
que colocáis a modo de base, se asientan, son
fuertes,
y el tiempo llamará a vuestra puerta para empeños mayores.
La
Semana Santa no es una semana de incienso, de adorado
incienso,
y ruido y retumbar de cristales. La Semana Santa necesita
andar,
pasito racheado, al compás de los tiempos, y el pulso de los
tiempos
lo tomáis como nunca los jóvenes. A la actualización desde
la
tradición. A la novedad desde la fidelidad.
Abrid
las ventanas. Dejad que entre el aire puro y lleve consigo los
ácaros.
Que se lleve la caspa, el polvo y el olor a rancio para que
todos
podamos respirar mejor.
Ilusionaos.
Sí. Sin ilusión, sin pasión, no merece la pena vivir. Mirad
al
sur o al norte, quitaros las orejeras que algunos tratan de
imponeros,
abrid los sentidos y disfrutad de cuanto la Semana Santa
nos
regala.
Y
llenad vuestra memoria de momentos bonitos. Lo decía hace no
tanto
el escritor Juan Cruz: trabajo tanto porque no tengo tiempo
para
el rencor. Aparcad los momentos de furia y dad cabida solo a
lo
importante: a lo bueno, a lo misericordioso, a lo que nos hace
crecer.
Es lo que Jesús de la Humildad –que es también Jesús a
lomos
de un pollino, y Jesús bendiciendo el pan, y Jesús Atado a la
Columna,
y Jesús ultrajado- espera de nosotros.
Agarraos
como nunca a vuestros recuerdos cofrades, porque serán
el
flotador al que ataros en noches de naufragio.
Agarraos
a vuestros titulares; lo que hoy podéis considerar como un
elemento
más de la procesión y de los ritos adquirirá, con el paso y
el
peso de los años, la pátina del tiempo, el sabor de lo que fuisteis.
Nuestros
titulares son el centro de todo, como el símbolo de la cruz
lo
era en la obra del fallecido Tàpies: si el pintor quería representar,
con
la cruz, una estructura del universo, nuestros titulares, que tal
vez
en algún momento hayan significado simplemente el final del
cortejo
procesional, serán, con la madurez que suma cada Semana
Santa por venir,
nuestra única razón, nuestro origen.
Agarraos
a vuestros abuelos, a vuestros padres. Salir de casa con
ellos,
atravesar nuestras calles con el capirote bajo el brazo, es un
ritual
que puede parecer anodino.
Pero
no. No lo es.
Os
aseguro que dentro de unos años no recordaréis cómo sonó una
marcha
en la calle Alfonso, o si los claveles del paso marchitaron
con
el dolor del Viernes Santo. Pero sí recordaréis, con una nitidez
espeluznante,
la antesala de las procesiones vivida junto a los
vuestros.
Disfrutad
como nunca. Porque no hay una sola Semana Santa que se
repita
aunque lo parezca.
La
Semana Santa concede a nuestros padres, a nosotros mismos, el
don
de la inmortalidad. En tanto un hombre, solo uno, esboce una
sonrisa,
asome una lágrima, al pasar sus dedos por la plaquita, por
el
nombre que recuerda a sus difuntos en la Cruz In Memoriam;
mientras
las fotos no queden engullidas por las llamas de los siglos,
mi
padre, tu padre, vuestros padres, serán cofrades inmortales que
celebran
la Pasión de Cristo en el cielo.
Hay
quien ha germinado en la tierra cofrade como una semilla
traída
de otros paraísos. Sus padres no eran cofrades, como no lo
eran
sus hermanos, ni sus tíos, ni el abuelo. Pero ese niño presenció
una
procesión y quedó extasiado ante el golpe de maza que atornilla
los
tiempos en el parche; ese golpe que a otro niño aterra, a él le
conmueve,
despierta en él una irremediable fiebre por ser cofrade.
Sus
padres, que acaso han bajado a ver procesiones sin orden ni
motivo
aparente, no entienden por qué su pequeño dibuja cofrades
y
Cristos donde otros pintan de colores lunas y paisajes marinos.
Sus
padres no entienden nada.
No
hay nada que entender.
Solo hay que
sentir.
Ese
cofrade que ha germinado a orillas de una procesión será la
semilla
de nuevas familias que tomarán el relevo en nuestras filas,
tocando
un tambor, haciendo sonar una corneta, ofreciendo su
hombro
para ser los pies de Cristo en la tierra.
En
esta Semana Santa cabe todo.
En
esta Semana Santa, por supuesto, cabemos todos.
Mi
amigo y admirado cofrade Jorge Gracia escribió palabras
nerudianas
sobre cuán hermoso es el don que la Semana Santa nos
depara:
une a jóvenes y viejos, a ricos y pobres, a quienes lo han sido
todo
en su cofradía y quienes tienen un nuevo cuaderno en sus
manos,
con un mismo fin: adorar a Cristo. A Cristo y a su Madre.
Cristo
y su Madre nos igualan: para ellos todos somos iguales.
Y
todos juntos, ahora, encaminémonos esta Cuaresma a vivir con
autenticidad
nuestros ritos, nuestras procesiones; purifiquémonos y
perdonemos,
pidamos disculpas y cumplamos el propósito de ser
dignos
de Cristo. Merezcamos y seamos también dignos de vestir
nuestros
hábitos cuando el reloj, el Domingo de Ramos, señale el
amanecer y Dios
venga a salvarnos.
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