Pregonero: Don Fernando Ónega López
Perdonadme. Yo no sé pregonar la Semana Santa. Disculpadme. Tengo los ojos llenos de materialismo. Entendedme. Tengo mis ojos repletos de sonidos mundanos. Seguidme perdonando. Tengo mi gusto hecho a la dudosa claridad de lo diario. Disculpadme todavía un poco más. Tengo mi olfato acostumbrado a lo banal, y tengo miedo a no saber pregonar una Semana Santa; nada menos que la Semana Santa de Zaragoza.
Yo sólo soy un pequeño escribidor de afectos. Pero me habéis llamado, y no tengo respuesta que la del poeta:
“ Respondo a tu llamada como puedo;
con lo que tengo, pago “
La Junta de Cofradías de Zaragoza me llamó, y vengo. Y pago con lo único que tengo: mi veneración hacia vuestra Semana Santa; mi respeto a vuestra forma de hacerla; la humildad de mi palabra ante la grandeza del trabajo de tantos cofrades, de tanta gente desinteresada y ante una fe capaz de mantener este prodigio.
“ Cada poeta tiene su gran monte de olivos “, dijo alguien. Mi pequeño monte de los olivos es el sueño de encontrarme ante esta Basílica, a tan poco metros de la Virgen, de mi Virgen del Pilar; con gente como vosotros, con manos como las vuestras.
Confieso ante vos que abrí los periódicos, y encontré reclamos que me ofrecen paraísos, viajes tan seductores que están al alcance de mi pobreza. Encendí la radio, y me habló de un país que saluda al turismo que llega, al turismo que sale, la gran evasión. Conectaré la televisión, y me enseñará playas de ensueño, lugares donde me esperan.
Y vosotros, los que habéis venido a escuchar al pregonero, ¿de qué Semana Santa me habláis? ¿Dónde están vuestros anuncios? ¿Dónde vuestras seducciones? ¿Cuál es vuestro mensaje, que no me ofrecen las agencias? Decidme: ¿de qué Semana Santa me habláis? ¿Qué es eso de las cofradías y los pasos y las palmas, y las bandas de tambores? ¿Qué es eso del recogimiento, la procesión y los rezos?
Este escribidor – lo volvía a pensar ahora mismo, cuando me llegaba a esta Zaragoza del alma, entre apuntes de tímida primavera – no es más que un peregrino, un poco cansado ya. No es más que un eterno peregrino de la seducción aragonesa, del Ebro, del Moncayo, de la sed y de la Virgen, que viene aquí en busca de respuestas.
Como peregrino vengo, y no como pregonero, Como peregrino vengo, y os anuncio que dejo atrás, a tres centenares de kilómetros, extrañas gentes de extrañas guerras. He visto raros mercados donde subastan dinero. Conocí honorables ciudadanos que descalificaban adversarios y entonan cantos de odio. Os puedo contar también que valores que hablan de ética se han quedado obsoletos: que en la calle se agolpan los mendigos, mientras el poderoso anuncia que todo irá mejor. Prohombres que cuentan las monedas de sus beneficios al lado de la misma página donde se avisa a otra regulación de empleo. Hombres y mujeres enseñan sus hambres al lado del coche de lujo. Tengo la impresión de venir, como Bertol Brecht, del mercado donde venden las mentiras y traigo la ambición de comprar la verdad en la Semana Santa de Zaragoza.
Por eso os tengo que volver a preguntar: ¿de verdad podemos hablar de Semana Santa, cuando el mundo habla un idioma distinto? Y mientras hilvano mis palabras torpes, la respuesta se hace urgente: sí, podemos. La respuesta se hace apremiante: sí, debemos. La respuesta se hace acuciante: sí, lo necesitamos. Y el hallazgo se hace maravilla aquí, entre vosotros, en Zaragoza: sí, aquí lo habéis conseguido.
Si mi mundo habla un lenguaje material, dejadme mezclarme entre vosotros para sentir en vuestra Semana Santa todavía un reducto de espiritualidad. Si el mundo da ejemplos de hedonismo, prestadme un pedazo de vuestra Semana Santa para ayudarme a reencontrar el valor del sacrificio. Si todo invita al pasotismo, dadme una limosna: la limosna de un minuto de vuestra Semana Santa para invitarme a mí mismo al compromiso con las creencias. Si los enfrentamientos circulan por caminos de odio, dejadme uno de vuestros tambores para hacer sonar la existencia del perdón. Si hay arrogancias y abusos de poder, dejadme coger de vuestras velas de procesión para invocar el valor de la humildad.
Esta Semana Santa proclamo, y siento el orgullo de proclamarla en Zaragoza: la de la paz de encontrarme a mí mismo, en medio de tanta ceremonia de confusión y de tantos valores caídos en la batalla; la de mirar hacia dentro, y descubrir que hay otra vida; la vida íntima de una celebración donde se juntan devoción y arte; tradición y espectáculo; pero sobre todo, el sentido de unas creencias que cobran fuerza aquí, quizá más que en ninguna parte, porque fue transmitida por generaciones de padres a hijos.
A esos sentimientos quiero referirme esta tarde. Y me agrada hacerlo aquí en Zaragoza; ante vosotros, que creéis en ese sentido de la Semana Santa; ante vosotros, mujeres y hombres de Zaragoza, que habéis recibido la herencia de una tradición de fe, de respeto y de homenaje, y la habéis sabido conservar; ante vosotros, que habéis visto la decadencia de esta celebración, y la habéis hecho resurgir a base de esfuerzo personal, movidos por un impulso de recuperar algo vuestro, algo de vuestra alma, algo que tiene mucho que ver con vuestra cultura.
Puedo decirle al mundo, si el mundo quiere escucharme, que he grabado en el alma el sonido de una jota que decía: Las lágrimas de la Virgen / en nuestro pecho llevamos”. Y me estremecí ante el tétrico avance de las procesiones en medio del redoble de tambores. ¡Impresionante luto de las bandas de tambores! Luto en las vestimentas, luto en el tambor mismo...
Y cierro los ojos, y aún veo esa Cruz, la que se eleva reclinada hacia atrás. Y sigo cerrando los ojos, y veo la temblorosa luz de las velas, en vuestras manos. Y la sábana blanca en mi alma ensangrentada. Y las espinas clavadas. Y los tambores me anuncian algo. Y las carracas me anuncian algo. Y el desgarro de la trompeta me anuncia algo. Y ese algo es grande. Y la Cruz, la cuerda que la eleva. La cuerda, Dios mío. La Cruz... extraño lecho, en el silencio de la noche zaragozana; extraño lecho para el hijo de Dios, extraño lecho, inclinado en las calles de Zaragoza. Camino de Santa Isabel; camino de tu Cama, Cristo mío... Sólo en Zaragoza visible.
Cristos todos de las procesiones de Zaragoza, Cristos de los pasos de las Cofradías de Zaragoza, Cristos de vuestra Semana Santa. Los he visto en expresión infinita de ansiedad y dolor. He visto a vuestro Jesús, coronado de espinas, desgarrado, flagelado, yacente, dolor inmenso. A vuestro Cristo en el Cenáculo, del beso de Judas, de la Cruz a Cuestas. Al Cristo prendido y al Ecce Homo. Al Cristo del Amor Fraterno y al Jesús de la Humillación y la Agonía. Y allí, ante el Cristo de la Cama, me hice la pregunta de Unamuno: “¿En qué piensas, tú, muerto, Cristo mío?” Y el aire era invadido por Lope de Vega:
“Los ángeles de paz lloran / con tan amargo dolor,
que los cielos y la tierra / conocen que muere Dios”
He visitado también, en mis urgencias de vida, el punto de partida de los pasos de Zaragoza. La entrada de Jesús en Jerusalén, la soledad de la Cruz, el Cristo prendido, el Dolor de la Madre de Dios, con su inmenso manto de luto.
Vuestras Vírgenes, zaragozanos. Sabéis pasar, en seis meses, de la ofrenda floral y la fiesta a la Virgen del Pilar, al inmenso dolor de la Soledad. A María Santísima de la Amargura. A esa María Santísima de las Lágrimas. Tus lágrimas, María. Inmensa pena de mujer. Infinita pena de Madre...”María, Madre”, en cuyo rostro cabe toda la expresión de la mujer que pierde a su Hijo. María de los puñales clavados en tu corazón. María, Virgen de los Dolores, que has visto cómo daban hiel a tu Hijo y ahora le recoge en sus brazos descendido de la Cruz... Me acordé del poema de Gerardo Diego:
“¿Cuándo en el mundo se ha visto
tal escena de agonía?
Cristo llora por María,
María llora por Cristo.
¿Y yo firme lo resisto?
¿Mi alma ha de quedar ajena,
Nazareno, Nazarena?
Dadme si quiera un poco
De esa doble pena loca
Que quiero penar mi pena”
Vosotros habéis hecho ese portento. Lo habéis hecho a lo largo de los siglos. Con manos de artistas como Bueno Gimeno, Albareda, Muñoz, Llovet, Burriel, Rallo, Nogueras... Le habéis puesto el desgarro de las trompetas y el sonido estremecedor de la carraca y el tambor: “Redobla recio el tambor / como oraciones del alma / de la tierra de Aragón...” Os habéis volcado en veintitrés cofradías con más de 16000 cofrades. Sois capaces de hacer cada año 51 desfiles procesionales. Lucís un colorido en los hábitos que no se puede contemplar en ningún otro lugar.
Y yo, lejano y distante, con mi acento tan distinto, estoy ante vos; ante los artífices de ese prodigio; ante los que tenéis memoria para recordar que la primera procesión fue en el siglo XIV y que hace ocho siglos había una capilla de la Hermandad de la Sangre de Cristo.
¡Ocho siglos, Dios mío! Han pasado modas y sistemas, y vuestra Semana Santa siguió. Han desaparecido las piedras de algunos templos, devoradas por el tiempo, machacadas por el hombre, pero hubo siempre un esfuerzo solitario para hacer frente a los gastos. Y se hicieron labores sociales de atención a presos, necesitados y condenados a muerte. Como si hubiera una fuerza interior que os dijera: mantén lo tuyo, Zaragoza; recupera esa parte de tu cultura popular; impúlsala hasta asombrar al mundo; da un nuevo testimonio de tu empuje, de tu fe; de tu tradición más tuya.
Y lo has hecho, zaragozano. Y te lo han reconocido proclamando tu Semana Santa de Interés Turístico.
Semana Santa en Zaragoza. “Regia, solemne y popular”. Regia, en la grandeza de sus obras de arte. Solemne, con la solemnidad de los hechos históricos y religiosos que conmemora. Popular, porque vuestra Semana Santa no es algo privativo de hermandades y cofradías, sino del pueblo, que convoca al pueblo, y en ella el pueblo exterioriza su fe.
Hace falta mucha entrega para conseguir este milagro. Hace falta esa convicción que llaman fe para que las manos de hombres y mujeres se entreguen a esa hermosa tarea de levantar esos monumentos temporales. Y hace falta mucho afán solidario, mucho desinterés, para hacer surgir esos prodigios. En Zaragoza se encuentran esa entrega, esa convicción y ese afán solidario. La nobleza se os da por supuesta. Yo me descubro ante los pueblos que, como el vuestro, además de salvar y honrar su historia, saben, como vosotros, hacer comunidad.
Huele a Semana Santa en España. Se respira la Semana Santa de Zaragoza, y ya noto que la historia se mezcla con el presente, en este pueblo grande, que ha sido camino y punto de llegada, siempre encrucijada; y estos días consigue juntar cielo y tierra; honrar su herencia; pasear enhiestas, entre el fervor y el respeto, las figuras que venera. Y rezar.
Huele a Semana Santa en Zaragoza. El olivo y la palmera ya sueñan el Domingo de Ramos. Ya está tensado el tambor, y ensayada la gran matraca. Ya salen del descanso de un año la túnica y la capa, el cíngulo y el capuchón, el fajín y el tercerol. Ya palpitan las calles esperando el temblor de una vela, el murmullo de una oración, unos pies descalzos, la solemnidad de una procesión...
Yo quiero rendir un homenaje a quienes dirigen las cofradías. A los miles de ciudadanos y ciudadanas que cuidan a lo largo del año imágenes y pasos. Dedican tiempo y esfuerzo a la Semana Santa, sin otro interés que su propia convicción. Sin otra recompensa que su conciencia. Y esperan la llegada del Domingo de Ramos con la emoción de las grandes ocasiones. Homenaje al cofrade, que ha hecho de la cofradía una parte de su existencia y a ella sacrifica ocio y dinero. Homenaje al nazareno que no busca notoriedad ni brillantez, sino que tapa su rostro en supremo acto de humildad. Al penitente que sale descalzo. Al que se mortifica con el cilicio o la cadena. Y a todos vosotros que asistís a las procesiones, rezáis y hacéis posible la pervivencia de la tradición. Los pueblos no se dividen en grandes y pequeños. Los pueblos se dividen entre aquellos, que como el mío, no pueden tener más que un pequeño monumento y los que, como vosotros, habéis atesorado esta cultura.
Queridas gentes de Zaragoza: vuestras iglesias han sido durante un año como madres que guardaron en su vientre este prodigio de fe. Y ahora lo van a desparramar por las calles. Su arte se va a hacer espectáculo para no creyentes, y forma de renovación de fe para creyentes. Imágenes y pasos van a recorrer majestuosamente, patéticamente, Zaragoza, convertida en Gólgota y en gran teatro del mundo.
Quizá no veréis, como antaño, penitentes que mortifican sus espaldas desnudas. Pero podréis oler, se huele ya, el incienso y la cera. Y vais a escuchar el silencio estremecedor, el rítmico paso de los hermanos, el esfuerzo de los braceros.
Abridles camino. Llevan la fe de vuestros padres. Bajad vuestras cabezas. Asisten a la representación del más increíble misterio de la historia de la Humanidad. Saludad con respecto. Es vuestra rica herencia, vuestra tradición de orgullo. Calle el griterío del mundo cuando veáis tanta solemnidad. Brillen las flores nuevas de la primavera nueva, que hay solemnidad en Zaragoza.
Yo he llegado hasta aquí, como Miguel Hernández, al ritmo de su poema:
“Los olores persigo de tu viento,
y la olvidada imagen de tu huella”.
Y desde aquí, en esta Plaza gloriosa, que habla del Pilar y de fe, quisiera tener en mi voz fuerza y la emoción del tambor para reivindicar el sentido de lo espiritual.
Quisiera tener la fuerza del timbal para invitaros a mirar el ejemplo de las gentes de las cofradías que, a cambio de nada, hacen cada año el prodigio de una renovación.
Quisiera tener la fuerza de la corneta para reivindicar esta Semana Santa de Zaragoza, que es compendio de todas las grandes Semanas Santas de España. Con la sobriedad del Norte y las multitudes del Sur. Con el recogimiento de mi tierra y la grandeza de Aragón. Con intimidad y esplendor. Con la explosión popular.
Pasarán los tiempos, y aquí seguirá habiendo una Semana que llamarán santa, porque lo es. Pasarán los tiempos y aquí seguirán la Virgen del Pilar y la Virgen de la Amargura. Cambiarán las costumbres, y cada año me seguiré impresionando con el traslado dela Cruz, con la sábana blanca ensangrentada en mi alma. Cambiarán principios y convicciones, pero seguirá saliendo el paso y atronando el tambor. Esa es, Zaragoza, una parte de tu patrimonio.
Cuando el olivo y el laurel tiemblan en sus ramas para el gran homenaje; cuando Pedro está, como cualquiera de nosotros, disponiéndose, sin saberlo, a la primera negación; cuando está en el molino el pan candela para la Última Cena; cuando, sin que nadie lo sepa, se trama la forma de prender al Rey de los Judíos, yo levanto la copa de mi temblorosa fe, y proclamo: ¡Es Semana Santa en Zaragoza!
Digo Semana Santa, y digo fe popular. Y digo cofradías y cofrades. Y digo recogimiento compatible con explosión en la calle. Y digo bondad. Y digo escaparnos de la miseria diaria. Y digo comunidad. Y digo expresión externa, sin complejos, de las creencias. Y digo, tímidamente, perdón. Y digo, con reverencia, solemnemente, grandemente, Zaragoza, Zaragoza de todas las noblezas.
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