domingo, 28 de agosto de 2011

EN EL RECUERDO: Pregón de Semana Santa de 2000



PREGONERO: D. Antonio Beltrán Martinez. Cronista de la ciudad de Zaragoza

Catedrático de Arqueología, Epigrafía y Numismática (1949-1985), Secretario (1950-1954), Vice-Decano (1954-1957), Secretario General de la Universidad de Zaragoza (1957-1958) y Decano de la Facultad de Filosofía y Letras (1968-1985)

Profesor emérito de Prehistoria de la Universidad de Zaragoza desde 1986.
Aragonés del año (1983).
Premio Aragón de Humanidades de la Diputación General de Aragón.
Medalla de Oro de Santa Isabel de la Diputación Provincial de Zaragoza.
Medalla de Oro de la Ciudad de Zaragoza de 1983.
Cronista Oficial de la Ciudad de Zaragoza desde el 7 de octubre de 1997. Pregonero de la Ruta del Tambor y del Bombo de 1999 en Samper de Calanda. Pregonero de la Semana Santa de Zaragoza del año 2000.




TEXTO INTEGRO DEL PREGÓN


 Dice la Real Academia de la Lengua que Pregón es “Publicación que se hace en alta voz por calles y plazas o en lugar público, de una cosa que conviene que todos sepan” o “para que venga a noticia de todos”. Aunque en este caso el publicar que entramos en la Semana Santa es algo que puede parecer superfluo, por sabido, y hasta es posible que lo dé a conocer, sin necesidad de signo alguno, la sacralización del tiempo, la culminación de los fragmentos de vida que corren entre el solsticio de invierno y los vagidos de la primavera y que vivimos sin sentirlo. De suerte que pregonar la Semana Santa es, para mí, exaltar y glosar, sin necesidad de explicaciones y con mengua de la erudición, el más importante y hermoso tiempo litúrgico del año.

     Y tengo el honor de poner mi palabra al servicio de tan  digna tarea, en el último año del siglo XX, que la Junta Coordinadora de las Cofradías zaragozanas y, en su nombre, la  Congregación de Esclavas de María Santísima de los Dolores han querido conferirme, reiterando yo en este acto lo que hace años pregoné de la Semana Santa aragonesa. 

La de Híjar en  Barcelona, la de Alcorisa desde el balcón de su Ayuntamiento, dilatando con mi palabrería el gusto de las gentes por tocar el  tambor o, con excelsa solemnidad, el pasado año, la de Samper de Calanda, en la majestuosa iglesia, preludiando la recuperación del “abajamiento”. O desde las páginas de Tercerol, de nombre simbólico (una de las pocas publicaciones periódicas españolas dedicada al estudio sistemático y científico de la Semana Santa), y de la mano de los entusiastas cofrades zaragozanos, para debatir sobre religiosidad y devoción, sobre tambores y atractivos espectaculares, sobre procesiones y desfiles o acerca del sobrecogedor Santo Entierro zaragozano o de la procesión de “la cama” como nosotros decimos.

     En este año el marco de mis deslavazadas palabras es, nada menos, la plaza del Pilar, lugar sacralizado por antonomasia de Zaragoza, junto al puente que tuvo como cabeza protectora a la colonia romana, razón de su fundación. Cabe la basílica que eterniza la Venida de la Virgen cuando aún vivía en Efeso, para confortar el desánimo de Santiago, centro espiritual de la Ciudad durante dos milenios. El tiempo, el de siempre, cuando la Primavera nimba el misterio maravilloso de la Redención, los arcanos del grano de trigo aniquilado para que brote, mediando hierbecillas tiernas de esperanzador verde, para sublimarse en la dorada espiga: o dicho de otra manera el cumplimiento de las Escrituras que anunciaron que Jesús de Nazaret, hijo del carpintero José, padecería y moriría en el terrible suplicio de la crucifixión, provocando que el mundo entero temblase y se conmoviese, con la rotura del velo del templo, los movimientos telúricos de las entrañas de la tierra, el que el sol ocultase sus rayos de vida para dejar paso a las tinieblas de muerte y el que naciesen para el futuro la Esperanza y la Salvación, de Jesús a Cristo.

     El pregón debe anunciar que todo el mundo cristiano se entristece y reza con la pasión y muerte del Justo y estalla en jubiloso triunfo en la Pascua de Resurrección. Tanto da que sean nuestros “monumentos” adornados con flores e iluminados con velas o los “epitaphios” de los ortodoxos con el mismo rito, el respeto en Chipre sobrecogidos por los misterios que Lázaro, que volvió vivo del mundo de los muertos al obispado de Lamaka, no contó nunca, pero que aún las gentes musitan con los ojos velados por lágrimas emocionadas, diciendo que no volvió a sonreír nunca...

     Es lo que el pueblo de Zaragoza siente para impregnar de sus propias vivencias la Semana Santa. Este profundo sentimiento que los aragoneses adoban con la ternura de pregonar el Entierro como el de uno de los vecinos, con el añadido de que se cubra con caridad por su pobreza y el acompañar y consolar a la pobre madre. Los dolores, siete, para que el número sacralizado se mantenga y las saetas y misereres del Bajo Aragón o las coplas del “reloj de la pasión” o la espectacularidad de las procesiones, los desfiles, los pasos, los capirotes y terceroles, los tambores y las carraclas.

     Se dice por algunos, de buena fe, que no estamos ante un acto de religiosidad, sino inmersos en una devoción externa o en una costumbre, que acaba perdiendo su íntimo sentido y que hace temer que se desnaturalice lo más profundo de la creencia por el rito “de tocar el tambor”, que amenaza con romper no la hora, sino la sencillez del dolor, el de cada cristiano por sí solo o como parte de la sociedad y hasta se tilda de paganismo y de superficialidad una buena parte de las ceremonias. Los encapuchados que reservan su personalidad ya no lo hacen, se dice, por permanecer en el anonimato de su penitencia, cambiando el sentido denigrante de caperuzas y capirotes, de condenas y sambenitos o lacerados, por las disciplinas que trasladan a teñir los parches de tambor y bombo con la sangre de los nudillos o la ostentación de andar descalzos o arrastrando pesadas cruces. Pero quienes temen la desnaturalización de las conductas no tienen, tal vez, en cuenta el que los actos discurren una sola vez al año, entre el Viernes de Dolores y la Pascua, que ninguna otra semana es apellidada Santa, aunque el pueblo desmitifique la sublimidad de los conceptos y llame, lisa y llanamente, “procesión de la burreta” a la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, entre palmas y olivos; o nombre convencionalmente cada paso, conjunto de arte, ostentación y riqueza, con términos eruditos, que se apropia y simplifica y que no usa jamás en sus conversaciones coloquiales, el “Prendimiento”, el “Ósculo”, “Noli me tangere”... o los estandartes y pendones que incluyen como expresión gráfica de las ideas las “partes del mundo” o las tétricas advertencias de la muerte... “Nemini parco”.

     No importa que el pueblo desnaturalice la rigidez arqueológica de los hechos y que el “ara disciplinae” romana de castigo para los delitos y faltas militares se convierta en “Cristo atado a la columna”, vertical; que el condenado cargando con el travesaño de la cruz al que será clavado, se mude en “Cristo con la cruz a cuestas” con Simón Cirineo de ayuda, que los clavos perforen las palmas de las manos que se desgarrarían por el peso del cuerpo y no por las muñecas, o el clavo único de los pies, o el rótulo en latín de “Iesus Nazarenus Rex Iudeorum” que hablaba en arameo, o que la tristeza infinita del “Ecce Homo” se convierta en termino de comparación para los maltratados...

     Acudan a libros y estudios quienes quieran conocer fechas y casos, orígenes y desarrollos. Traten, quienes no tengan suficiente con el sentimiento, de analizar 2000 años desde que Jesús nació en Belén para morir en el Golgotha, de la paz constantiniana de la Iglesia, de la implantación de la cruz como símbolo de una religión o de la conversión de imágenes, pinturas, capiteles y vidrieras en lecciones que aprender y de la conversión de la penitencia para andar caminos espirituales.

     Porque Zaragoza, dicen que, en 1280, ya contaba con un altar de la Muy Ilustre, Real y Antiquísima Hermandad de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo y Madre de Dios de Misericordia de la que surgirán las demás cofradías, cada vez más nutridas y especialmente de jóvenes en nuestros días. De la ternura primitiva e ingenua del Medioevo surgirán, de la mano de las ordenes mendicantes, de la Tercera franciscana, que originará los terceroles, procesiones sobre todo para enterrar el cuerpo de Jesús que resucitará al tercer día, y se magnificará el Santo Cáliz guardado en Valencia, que estuvo en la Aljafería, vehículo de la conversión del vino en sangre de Dios y el Jueves, tiempo de maravilla. Y cada episodio será respetado y glorificado por una cofradía, y un paso, y un desfile, y tanto da que se acompase su marcha con el sordo sonido de la madera de las carraclas, como el que aparezcan tambores con los parches destemplados o con la sonoridad de nuestros días y se añadan bombos y cuanto rodea como anécdota la esencia profunda de lo verdadero.

     En el siglo XVII se documentan cuatro estandartes para la procesión del Santo Entierro, convertida en enseña de todas las cofradías y organizada por una Hermandad propia. No importa que se configuren las de la Piedad y el Prendimiento sólo en el siglo XVIII, que se anote que un tambor acompañaba el Paso de la Muerte, en el Entierro, que en el último cuarto del siglo XIX se incorporen, con el fervor del catecúmeno, las mujeres Esclavas de María Santísima, y que haya que esperar a fines del siglo pasado para que aparezcan los niños, y que sucesivamente se incluyan soldados romanos a quienes el pueblo llamará “judíos” o “putuntunes” o de mil maneras, y que se encierre al alcalde con la llave del sagrario como si fuese la del sepulcro, o que Longinos, que significa simplemente el lancero, se convierta en santo y propicie un paso de “La Lanzada”. El pueblo que hace las cosas anónimas, intemporales y simples mantendrá la Semana Santa a despecho de modas, tendencias e invenciones y anacronismos; el gallo cantará tres veces para recordar a Pedro sus negaciones y el arte se pondrá al servicio de las procesiones y dejará en Zaragoza el Ecce Homo de San Felipe, del siglo XV o la Agonía de San Pablo del XVI.

     Y no importa, en absoluto, que la historia reciente de nuestra Semana Santa del 2000 arranque en casi todas las cofradías de los tiempos de nuestra posguerra civil, porque para el pueblo serán “de siempre”.

     Y Semana Santa y sus cultos, la preparación del “miércoles de ceniza” y de las privaciones de la Cuaresma, los oficios de “tinieblas”, el popular “sermón de la bofetada”, los diálogos del Descendimiento, los cantos, incluso “el reloj”, cobrarán perfiles urbanos por los recorridos de los cortejos procesionales, darán protagonismo, entre nosotros, al convento de San Francisco, donde hoy se levanta la Diputación Provincial, y aunque las destrucciones de los Sitios, por el ejército napoleónico, arrasasen muros y contenidos, no lograron aniquilar creencias y pensamientos, a la Real capilla de Santa Isabel de Portugal, aunque las gentes la llamen de San Cayetano, convertida en sede y centro de todo y hoy gozosamente recobrada, desde 1813.

     Desde 1937, una quincena de cofradías con sus advocaciones, algunas muy anteriores pero refundadas y con nueva organización, sus colores distintivos en los hábitos, sus imágenes procesionales y su propia personalidad, fundida en la común plegaria del Entierro del Viernes, constituyen el entramado de la fiesta. Porque el pueblo seguirá conservando fechas tradicionales para el dolor y la gloria; y aún se llamara así, al sábado y se adornarán el Jueves con el misterio de la Eucaristía y el Viernes con la infinita tristeza del dolor que precede a la agonía y a la muerte.

     No voy pregonar nombres y características de las cofradías que conocéis mejor que yo y no necesitan vocero. Pero permitidme reflexiones, sobre todo desde la vertiente popular y sencilla de estos días de recogimiento y oración.

     Dentro del ciclo festivo anual cristiano la “Semana”, por antonomasia, es la que, a lo largo de sus siete días conmemora la pasión y muerte de Jesús, iniciada por su entrada triunfante en Jerusalén, para cerrarse con la apoteosis pascual.

     Nuestros tiempos conmemoran los momentos de la “semana” con actos litúrgicos y manifestaciones populares que arraigan en todo el Mediterráneo. Se iniciarán las “funciones” en el Viernes de Dolores. En España aparecerán, como terribles nombres para mujeres, los deducidos de las advocaciones que recuerdan las angustias o los dolores de la madre y se sintetizará pedagógicamente el proceso histórico en las procesiones, con las esculturas barrocas y sangrientas, obra de los devotos de los “imagineros”. Con ligereza considerable se habla y escribe demasiadas veces, acerca del escaso contenido religioso de las prácticas devotas o espectaculares del pueblo español y concretamente del aragonés durante la Semana Santa. Se especula con la participación de los tambores en los desfiles o autónomamente y su uso simbólico, casi como seña de identidad o se busca apoyo para motejar de superficiales los usos en la espectacularidad y aprovechamiento turístico de las procesiones y se subraya lo pintoresco de algunos ritos. Como siempre se generaliza con exceso y se incide sobre las apariencias, huyendo de bucear en las raíces profundas de los contenidos, posiblemente porque ha desaparecido su primitivo sentido. Nunca he contemplado rezo más humilde y entregado que el de un hombre, de muchos años, en la Puebla de Híjar; él sólo, marchando lentamente, con la mirada ida y sin prestar atención a cuanto lo rodeaba, que encontré en una calle perdida, sin merecer ni una mirada, pero sin que dejase de acariciar el parche del tambor con los palillos, en una muda e indefinible plegaria, que logró emocionarme. De suerte que es posible que la superficialidad resida en quienes contemplan algo en lo que no intentan profundizar. Si se busca explicar el redoble telúrico e impresionante de “romper la hora” por la noche en Híjar o a pleno sol en Calanda o en Samper, aun pensando en el teatral “monumento” y en la gigantesca iglesia, o fuera de la hora crítica en cualquier momento, se tratará de afirmar que el fragor de los parches es un remedo de los cataclismos naturales que acompañaron a la muerte de Jesús, la rotura del velo del templo, el quebrarse las tierras y ennegrecerse los cielos. No importa demasiado que, a lo mejor, los tambores se limitasen simplemente a acompasar la marcha lenta, casi militar, de los penitentes. En muchos lugares era uso indiscutido que a cada entierro asistiese, de riguroso luto, por lo menos un varón de cada casa, que todos participasen en el velatorio y en el ágape funerario y las cofradías y asociaciones piadosas lo incluyeron en sus normas como de obligado cumplimiento que no podía infringirse sin castigo. Los pueblos de Aragón entierran a Jesús para que resucite Cristo y traducen a ingenuas ceremonias el maravilloso proceso de la condena, Pilatos, la crucifixión, el “abajamiento”, la resurrección con palomas naciendo de “grandas” y las procesiones expresarán gráficamente, en los “pasos”, la historia según los Evangelios y su adaptación popular.

     Y queremos insistir en que las tradiciones que el pueblo eterniza tienen siempre profundos cimientos; "encerrar" al alcalde en Borja o en Epila con las llaves del sepulcro, traducidas a las del sagrario; el “abajamiento” de Monreal, Samper y otros lugares como teatro sacro que escenifica la pasión; la prohibición de ruidos y cantos mientras Jesús está muerto; la visita ritual a los “monumentos” en número de siete, número cabalístico y sacralizado; y hasta se conformarán a la situación los atuendos y adornos personales o las comidas o privación de ellas, abstinencias y ayunos o consumo de dulces que, curiosamente, la mayor parte de las veces son de origen morisco, como la “calabaza santa”, o los “buñuelos de semana santa”, que quien no los masa es porque es judío.

     No hace falta recurrir a los íntimos principios de la redención como culminación de los ritos primaverales de fertilidad ni a los fáciles precedentes del mundo indoeuropeo o clásico del “Señor de los granos” o Triptólemo, es decir el valor de la semilla que debe aniquilarse para que nazca la espiga. Tampoco resulta serio manejar con ligereza o mala voluntad cuanto se refiere a las creencias populares sobre reliquias, como santos sudarios, fragmentos del “lignum crucis” o restos de los atributos del martirio, clavos, lanza, espinas de la corona etc., como si fueran una simple necedad de ignorantes o, como máximo, de supersticiosos. No importa que en Campillo se rivalice con Oviedo o Turín a la hora blasonar de custodio de la mortaja de Cristo ni las polémicas de los eruditos, sobre todo si se trata de sopesar y valorar las devociones populares.

     Si se quiere alardear de erudiciones hay que dejar patente que la experiencia de la realidad divina se enciende a través del objeto visible y se potencia mediante un proceso de sacralización que la humanidad ha practicado desde los más remotos tiempos. Será, en definitiva, la afirmación de la verdad psicológica en conformidad con la doble organización material-espiritual del hombre, conduciendo al precepto de que la divinidad, en cualquier religión, hace uso de los objetos exteriores para llevar a los hombres hasta él, “per sensibilia ad invisibilia”.

     Sin duda los elementos que, de una u otra manera, están presentes en la Semana Santa, alcanzan una especial sacralización. La piedra o la roca se trasladará a la montaña sacra y cobrará especial significado en el Gólgotha; los truenos, rayos y movimientos de la tierra, consiguientes a la muerte de Jesús, se identificarán como un movimiento de los cielos hacia la tierra, incluso con la desaparición del sol como símbolo de la muerte, ya que el astro supremo será la expresión de Cristo, en sí mismo y en la luz y el calor que emite. Pero quizá resulten más concretas las sacralizaciones de objetos; sobre todo el árbol que es no solamente la síntesis del misterio del crecimiento, del transcurso del tiempo, de la vida y de la muerte (“el árbol del bien y del mal” del mundo babilónico o del paraíso bíblico), sino de su extensión al ramo como los de olivo o palmas de la triunfante entrada de Cristo en Jerusalén e incluso el “palo del culto” plantado en tierras de Canaán, las dos columnas del templo de Salomón que repetían las del sumerio del patesi Gudea, el árbol de la vida y el de la verdad y la creencia cristiana de la salvación mediante el “árbol de la cruz”, comparándose ésta como instrumento de tortura y ejecución, con la imagen que aparece en los versos del Pange lingua de Venancio Fortunato “fronde, flore, germine”. El pueblo hará que Judas termine con su vida y con sus remordimientos colgándose de una higuera que, desde entonces, será especie maldita, hasta el punto de que en muchas comarcas de Aragón se dirá que su sombra es maléfica. En realidad la cruz no fue originalmente un símbolo cristiano ni mucho menos una referencia a la salvación, sino una expresión cósmica. La de cuatro brazos la encontramos entre los elamitas, sumerios, cretenses e hititas; adorna los hábitos de los sumos sacerdotes egipcios en Memfis y los mantos de los reyes asirios; para los acadios era el símbolo del cielo y para los galos la expresión del sol; e incluso los indios dakotas decían que representaba las cuatro regiones del cielo, árbol de la vida y fecundidad para los antiguos mejicanos, clave de la vida la ansada egipcia.

     La difusión de la Cruz con el sentido actual, en el mundo cristiano, fue muy tardía. Se dice que la “invención de la Santa Cruz” se cumplió por obra de la emperatriz Elena, se implantó en Jerusalén y se adoraron fragmentos del madero, que se llevaban en las procesiones y se situaban sobre el altar en las funciones religiosas. A partir del 1100 se levantaron cruces fijas en la iglesia oriental y el arte románico introdujo la presencia del  Crucificado sobre la cruz como dominador sin sufrimiento, primero vestido y luego desnudo, y sólo el mundo gótico introducirá el “hombre del dolor” con expresión de las heridas y de la sangre. La liturgia del viernes santo dirá “Ecce lignum crucis in quo salus mundi pependi” trasladando el cuerpo físico a la salvación espiritual. Nos llevaría muy lejos hablar de la cruz gamada tal vez antiguo jeroglífico para indicar el mundo que ya se usaba en el V milenio a. C., la griega o las diversas formas y tampoco encontrar otro símbolo que haya proporcionado tan diferentes interpretaciones, agua corriente, cruce de ideas y caminos, difusión desde un punto, conjunción sexual.

     Interesa sobremanera analizar la sacralización de los días de la Semana Santa por el pueblo que acomoda normas eclesiásticas; a esta semana precede la “de Pasión” y ambas inciden con extraordinaria fuerza en los usos y costumbres populares que mantuvieron entre el miércoles y el sábado “de gloria”, ritos extraordinariamente arraigados, aunque las modificaciones en la liturgia hayan cambiado los días tradicionales y las exigencias de la vida moderna el especial sentido que las gentes otorgaban a las conmemoraciones de la pasión y muerte de Jesús.

     La historia queda difuminada y casi oculta por las tradiciones y las creencias que, en nombre de un purismo absolutamente banal se proponen con trabajo algunos autores desenmascarar. El proceso religioso y el civil de Jesús, la “blasfemia” de declararse hijo de Dios y Dios mismo, pesaron tanto en la sentencia como el temor a los disturbios provocados por un pueblo levantisco que esperaba anhelante el Mesías y, para los inquietos administradores romanos el miedo a levantamientos que acabarían con la destrucción del templo y las violencias de Tito. Las gentes preferirán conferir al jueves la calidad de uno de los tres “que relumbran más que el sol” y convertir cada episodio con escasa información histórica en algo conocido hasta la saciedad. No importará que Judas cobrase su entrega en treinta “dineros de plata” o en treinta siglos (que equivalían a 120 denarios) ni mucho menos que ese fuera el precio de un esclavo, por lo menos que figure así en la compensación que el dueño de un buey debía pagar al de un esclavo corneado y muerto por la bestia. Ni que se ahorcase en un árbol de determinada especie porque en Aragón se asegurará seriamente que fue una higuera y que tomar el fresco a la sombra de uno de estos árboles resulta desde entonces especialmente dañino, así como las citas del “campo del alfarero” en que se invirtió el dinero devuelto por el arrepentido Judas como fórmula para cubrir hipócritamente los escrúpulos de los sacerdotes.

     Y así podríamos continuar ante cada episodio del proceso y la ejecución que no solamente se han convertido en manifestaciones populares sino que han constituido tema para pintores y escultores proporcionando de tal modo los grafismos necesarios para apoyar las tradiciones. El Cristo de los Improperios, el gallo como símbolo de las negaciones de Pedro, etc.. Insistamos en el gran valor de los hechos no corroborados por documentos históricos, pero vivos en la tradición. La distorsión de la realidad histórica y de las creencias populares tiene un inmenso valor para la vida de quienes las ponen en práctica. Y podemos añadir a lo dicho numerosos ejemplos más: El sueño de Calpurnia y sus temores y Pilatos su esposo “lavándose las manos” como máxima repetida frente a la indecisión y el encogimiento de hombros, el Cristo atado a la columna en forma tan distinta a la realidad del ara de la disciplina en la que los soldados romanos sufrían crudelísimo castigo, la muerte en la cruz que para Cicerón era “el más cruel y tétrico suplicio” inconcebible para ser sufrido por un romano puesto que dijo: “que sea atado es un abuso, que sea golpeado es un delito, que sea matado casi un parricidio”, pero jamás en la cruz.

     Y el  camino por  la  “vía  dolorosa”  desde la  fortaleza Antonia al Golgotha, con las mujeres compadeciéndose y la Verónica (de veroicono o imagen) enjugando su rostro, la requisa de la ayuda de Simón de Cirene que servirá como término de comparación para niños sucios y desastrados (“pareces un cirineo!”), la estampa clásica de Jesús, cayendo y levantándose, “las caídas”), con la cruz completa a cuestas, aunque sepamos que el palo vertical o “stipes” estaba fijo en el lugar de la ejecución y el transversal o “patibulum” fuese el que cargaba sobre el desdichado condenado con la tablilla donde se especificaba su delito. La túnica inconsútil que no fue repartida entre los cuatro soldados que custodiaron al preso, sino jugada a los dados, con lo que en toda la Corona de Aragón durante la Semana Santa no se podía jugar a ningún divertimiento de dados o cartas. María, la madre, con la de Magdala y Cleofás, servirán para designar las asignaturas que los universitarios cursaban marginalmente.

     Longinos, convertido popularmente en santo, será el “lancero” como su nombre indica y el enterramiento dará lugar a la aparición de sindones y sudarios cuya autenticidad importa menos que la devoción que suscitan, como sucede con el nuestro de Campillo.

     Las hojas de los ramos del domingo se añadirán a comidas para sacralizarlas, se quemarán para prevenir tormentas y pedregadas, se añadirán ramas de laurel para poder introducirlas en las coladas o se adornarán las palmas con rosquillas y “figuretas” en todos nuestros pueblos. Y el domingo de ramos podían entrar los perros en las iglesias, porque el resto del año unos maceros conocidos vulgarmente por “perreros” lo impedían a golpe de bastón.

     Las costumbres de semana santa, no cantar, impedir cualquier ruido y la circulación rodada (salvo los coches que llevaban llantas de goma), no quemar cera en las casas sino encender lámparas de aceite, arreglar las iglesias, el adornar los “monumentos”, convertido el sagrario y sus llaves en rito de “encierro del alcalde” en Epila, el que las velas que se entregan para el monumento sean rojas, lleven el nombre del dueño y una señal para que al llegar el pábilo a ellas se apague y pueda el donante retirarlas cargadas de valor espiritual, el bendecir las puertas y ventanas por los curas que van de casa en casa, la prohibición de todo trabajo servil, incluso el lavar o limpiar, el jueves santo hasta las 10 de viernes, el cierre de las carnicerías, la abstinencia de carne y el ayuno, la ausencia de campanas y la presencia de carraclas, el “matar a los judíos” golpeando desaforadamente cuanto caía al alcance de la mano, el tenebrario y el oficio de ir  apagando cada una de las quince hachas, de los apóstoles y las tres Marías, el sermón de “la bofetada” rememorando la que Jesús recibió de un sicario y las mujeres se propinaban con la mayor fuerza posible cuando el predicador decía “y le dio una solemne bofetada”, el sellar el sagrario con cera roja como los sellos colgantes de los documentos, las representaciones teatrales como la impresionante del Calvario de Alcorisa, la visita a  los monumentos, siete a ser posible, para la que los hombres vestían el traje de novio y las mujeres uno negro con mantilla ostentosa diferente del “velo” de cada día, el cirio blanco de la Virgen. Y la aparición del huevo, como símbolo cósmico, con innumerables virtudes, aunque nosotros no los pintemos como los europeos del Este, pero que llevaremos a las “culecas” o a las “monas de pascua”, las nueve piedrecillas protectoras recogidas mientras el cuerpo místico de Cristo está en el monumento. Y el “abajamiento” o descendimiento, aún representado no hace mucho en Monreal, Caspe o Calatayud.

     Y el sábado de gloria que tradicionalmente era el día de celebración de la resurrección. Y se lanzarán desde los balcones impresos con versos y el grito ¡aleluya! que dará nombre a estos pareados para todo el mundo, y la expresión del júbilo desatado de cuantos instrumentos, adecuados o no, servían para expresarlo por el viejo sistema de espantar al mal con el sonido, las campanas volteadas frenéticamente sustituyendo a las tétricas “carraclas” domésticas y de fabricación casera o gigantescas para uso de catedrales e iglesias, al modo como en los monasterios ortodoxos se convoca a los fieles a golpe de mazo sobre maderos. Los niños recorrían las calles repicando almireces de bronce, rompiendo a martillazos los cajones que sacaban a las puertas con tal fin, y cumplían así el viejo ciclo de los adultos de abstinencia y ayuno dejando paso al convite pascual, la sustitución del silencio por la bulla y el regocijo, según algunos sublimando el viejo mito de fin del invierno y el inicio de la primavera en una versión religiosa de Don Carnal y Doña Cuaresma santificada por la Iglesia, que venía cumpliéndose desde las primeras celebraciones del mes de marzo. Terminaba en Aragón en tal día el rito de “tocar el tambor” que hace que los ausentes regresen a sus pueblos o que Buñuel solemnizase los de Calanda como fondo musical de una de sus películas.

     En muchas procesiones aragonesas aparecerán las “grandas” que se abren sobre todo en el encuentro de la Virgen con su Hijo dejando salir de sus entrañas palomas o flores. Y el mismo rito se repetirá en los días de gloria, sábado y domingo. Como en otros sitios se grita a voces “Cristo ha resucitado” el “toque de aleluya” después de las diez de la mañana será la señal para el principio de la fiesta; las iglesias con las campanas al vuelo en una fiesta de campaneros y los órganos rompiendo su silencio con una amplia tolerancia para que los organistas, como ocurría en Navidad, pudieran escapar del repertorio sacro, las gentes cantando gozos, los cazadores disparando sus escopetas (“cada tiro mata un judío” decían), lanzando todos a la calle por las ventanas papelillos impresos con la expresión de alegría que por este motivo acabaron sirviendo para llamar “aleluyas” a los pareados que se imprimían al pie de las viñetas. La universal Pascua Florida era tan importante que uno de los mandamientos eclesiásticos mínimos de los cristianos era comulgar al menos tal dia. La prohibición de consumir carne no alcanzaba a  los huevos ni al pescado porque, según manifiesta el libro del Génesis, los pájaros y los peces fueron creados del agua. El domingo de Pascua se bendecían los huevos, aunque entre nosotros no recibían los vivos colores, fundamentalmente el rojo y las abigarradas decoraciones que aparecen en el centro de Europa. Una tradición catalana recogida por mosén Jacinto Verdaguer explica que unos niños de Jerusalén recibieron un par de huevos para que los lanzasen al paso de Jesús; pero no hicieron más que tocarlos y se tiñeron del rojo de la sangre. Por eso se pintaban de tal color. Lo que ocurre es que Plinio ya explicaba que en determinadas fiestas los huevos se pintaban de rojo, el color de la vida, por los romanos. Por descontado que el comer los huevos duros llevaba aparejado el que se “cascasen” sobre la frente del incauto que quedaba a mano. Y desde luego  pasaban a decorar los rollos, tortas y dulces que se llamaron “monas de pascua” y que completaban su significado con meriendas campestres que saludaban el buen tiempo de la primavera y completaban los símbolos. Si en un tiempo se abrían las fiestas de Semana Santa con monigotes de masa azucarada que se colgaban de las palmas del Domingo de Ramos, el cierre conducía a las monas, incluso apurando las picaras comparaciones con un par de huevos añadidos a la masa y a otros detalles que no dejaban de escandalizar y divertir a tiempos relativamente recientes.

     Tradiciones y usos que hay que considerar por encima de la anécdota o la curiosidad y que justifican lo cual principio de este artículo censurábamos, el considerar la semana y la actitud de los participantes como un mero festejo o espectáculo. Hay, según el talante de cada uno, dolor y rezo y afiliación a las propias raíces que viene a ser un medio de expresión de los sentimientos.

     Y el esfuerzo de los cofrades de Zaragoza y de todos los pueblos de Aragón, merece plácemes, respeto y aplauso. Capirotes o terceroles, túnicas negras y capas multicolores. La Sangre de Cristo, el blanco y azul de la Entrada de Jesús en Jerusalén, el amarillo de la Eucaristía, el marrón con capa de color beige de la Oración del Huerto, el azul marino del Prendimiento, el cobalto y blanco de Jesús de la Humildad, el rojo y blanco del Señor atado a la columna, el marrón y morado de la Coronación de Espinas, el negro con carracas de las Angustias, el morado de la Esclavitud de Jesús Nazareno, el negro de la Amargura, el burdeos de Jesús camino del Calvario, morado y blanco de la Asunción y llegada de Jesús al Calvario, el verde de las Siete palabras, el negro con largas colas de la Agonía, el marrón y crema de la Crucifixión, el morado y blanco del Descendimiento, el azul y blanco de Nuestra Señora de la Piedad y del Santo Sepulcro, el negro de los Dolores y de San Joaquín o la ternura de las mujeres esclavas de María Santísima de los Dolores. El empaque multicolor de la procesión del pregón, a pleno sol o el recogimiento del Santo Entierro, por la noche.

     “Tercerol” y “Redobles”, que han recogido mis colaboraciones, tienen en ellas, pese a su parvedad, mi rendido homenaje de admiración, gratitud y afecto.

     Y este pregón es mi integración en lo esencial y en lo accesorio, en el rito y en la palabra, el de celebración en su totalidad y mi voz pública hace votos por el futuro de la Semana Santa zaragozana, el mantenimiento de las tradiciones, la aceptación de lo que el pueblo respetuosamente usa, la plegaria que, con la ofrenda y el sacrificio, es el hilo de unión del hombre eterno del árbol y la cruz, con la riqueza de los frutos, la belleza de las flores, la frondosidad del ramaje, la robustez del tronco, pero con el vigor de las ocultas raíces, por eso y por lo publicado en este humilde pregón, arraigando en las mentes y en los corazones y siendo uno de los exponentes de la Ciudad del siglo XXI.




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