lunes, 29 de agosto de 2011

EN EL RECUERDO: Pregón de Semana Santa de 2004




Queridas hermanas y hermanos en Cristo, todos:
Se me encomienda, por parte de la Junta Coordinadora de Cofradías de nuestra Ciudad de Zaragoza, y muy especialmente por la Cofradía de la Institución de la Sagrada Eucaristía, organizadora de este acto, que pronuncie un pregón anunciando la Semana de Pasión que vamos a vivir intensamente, desde la mañana del Domingo de Ramos hasta la explosión de júbilo y alegría que nos regala el Domingo de Pascua.






En primer lugar quiero agradeceros la generosa invitación que me permite, aquí y ahora, entre cofrades, entre amigos, entre hermanos, poder traer la noticia de la Semana Santa.
Así, pues, viene a pregonaros un cofrade más, que durante veintisiete años, con su bombo y junto a su amadísimo Cristo Flagelado, procesiona intensamente y vive su Cofradía como comunidad de creyentes durante todo el año.
Nos dicen que la Semana Santa es arte en la calle, fiesta, procesiones, actos, folclore, costumbre y tradición, cultura encarnada en el pueblo. Los cofrades sabemos que es también ensayos, montaje de pasos, sensaciones, sentimientos, olor a incienso, ruido ensordecedor y acompasado de nuestros instrumentos, amistad fraterna, predicación, colorido, dolor, sed, cansancio y oración. Sin embargo, existe algo sin lo que todo esto se convierte en anécdota pasajera, representación teatral o vaciedad.
Ese algo es más bien Alguien que se sitúa en el centro, aglutinando y dando sentido a todo: ¡Es Cristo! Es “nuestro Cristo” como solemos expresarnos los cofrades, acompañado en muchas ocasiones de su madre, que la hizo nuestra en su Semana de Dolor y que nos lleva amorosamente a Él.
Es algo que los cofrades percibimos y sentimos intensamente y con claridad, ya sea contemplando el paso de una procesión o bien participando en ella, en el silencio de una parada, durante un momento de oración o entre el ruido estremecedor de tambores, timbales y bombos cuando nuestros pasos van a entrar o salir de sus sedes. Existe ese instante que muchos conocéis y habéis vivido, en el que nuestros ojos se fijan en el Suyos, en los de nuestro Cristo que sufre, ha muerto o resucitado. Parece que el tiempo haya dejado de existir y se produce un movimiento envolvente que nos traslada y eleva desde esa realidad visible y tangible a otra no menos real, aunque invisible y trascendente. Y todo adquiere sentido, hondura, profundidad y entrañamiento de ese Cristo en nosotros.
En ese momento se humedecen nuestros ojos, la tela del tercerol o capirote se pega a nuestra cara como si no nos dejara respirar. Ha desaparecido por un instante el dolor, el cansancio, los nervios. Los instrumentos resuenan en nuestro interior y Él nos devuelve la mirada como para indicarnos que vive, que está presente entre nosotros y que lo que estamos anunciando es la historia de un Hombre-Dios que es para nosotros historia actual y salvífica.
Por eso vengo a pregonaros a Jesucristo en su pasión y resurrección, acontecimiento que convierte nuestra existencia en historia de salvación, gracias a su vida que comienza en Nazaret, que recorre los caminos de Galilea y Judea haciendo el bien, sufre una angustia mortal en su espíritu la noche de Getsemaní, es flagelado sin piedad y coronado de espinas, muere solo y abandonado en la cruz; resucita de entre los muertos para ser garantía de nuestra resurrección y sube glorioso al cielo para abrirnos la puerta de la casa del Padre y preparar una morada en ella.
La pasión de Cristo es un hecho pasado que se actualiza en el hoy de una manera inequívoca y clara, cuando un inmigrante es rechazado, un niño en el tercer mundo es explotado, un sin techo muere de frío en nuestra sociedad opulenta o una mujer es violada en cualquier guerra. Cristo vuelve a revivir su pasión porque Él mismo lo proclama: “Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo” (Mt 25,40). Él se identifica con los últimos, los excluidos, los crucificados de la historia arrojados a los márgenes del camino social. En esta Semana Mayor recordamos y actualizamos los hechos más grandes de la historia de Salvación, no tenemos más que observar los pasos y meditar en actitud orante ante ellos:
Contemplamos la Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén. Hoy en nuestra sociedad, triunfan otras cosas, otros poderes, otros negocios, otros placeres… Sin embargo, ¿no estamos esclavizados por ellos? La ludopatía, las drogas atenazan a muchos hombres y mujeres. Sólo el “agua viva” como a la Samaritana, el triunfo de Jesucristo en su corazón los liberará.
El Cenáculo nos recuerda a los transeúntes sentados a la mesa del comedor social, al hambre en el mundo. A la necesidad de “compartir el pan” y servir en esa mesa del Señor con amor fraterno.
Jesús, en la Oración en el Huerto de los Olivos, sufre un agonía intensa y dramática antes de su muerte, como la que sufren los que esperan en el corredor de la muerte para que se consume nuestra venganza a la que hipócritamente llamamos justicia, justicia de odio, de muerte inhumana que nos deshumaniza. Esperemos que les asista un ángel de consolación en su última noche cruel.
Vemos el Prendimiento: se encuentra solo y sufriendo; Jesús va a ser traicionado. Nos recuerda al inmigrante en tierra extraña, que ha sido engañado y se ve “apresado en su propia existencia”. Sabe que va a sufrir un “calvario” y necesita que alguien lo desate y libere.
Fijemos nuestros ojos en Jesús de la Humildad: entregado por el Sanedrín, Jesús es condenado. Sin embargo, ¿Cuántos son hoy los inocentes condenados? Son innumerables. Los niños con SIDA del continente Africano, para quienes no hay medicinas, o por lo menos al precio que quieren que las paguen. Los condenados al subdesarrollo, por la guerra o el terrorismo. Ellos sufren su condena esperando que nosotros les indultemos.
Cuando Jesús es flagelado, es la viva imagen de los que sufren los azotes de la miseria, de la explotación. Nos recuerda la heridas de todos los heridos de todas las guerras, sus espaldas abiertas al odio, a las bombas, a los misiles, a la masacre, al sadismo. Ahí, atado a la columna y recibiendo los azotes, no está abandonado a su suerte; está porque Dios Padre nos lo ha entregado y Él ha querido sufrir, a consecuencia del pecado humano, lo mismo que todos. Dios no suprime el dolor, pero se hace solidario con el hombre y nos acompaña en el mismo.
Hoy también se teje una corona sobre nuestras cabezas y las espinas llegan hasta nuestra conciencia cuando nos dicen falsamente que la vida humana no comienza en la fecundación, y que el embrión o el feto son una parte del cuerpo de la madre, de la que ésta puede disponer como de un apéndice, cuando hoy en día sabemos que el nuevo ser es una realidad biológicamente distinta, autónomo en lo que se refiere a dirigir su propio proceso de desarrollo y, por tanto, persona con todos sus derechos, a la que no se puede matar.
Ecce Homo, “he aquí el Hombre”. Esa imagen de Cristo es la imagen de los pobres y débiles, imagen del nuevo Cristo sufriente; se les puede ver en la calle, en las chabolas, en los campos de refugiados, en las pateras.
Es Jesús Nazareno, el que nos recuerda a los privados de libertad, a aquellos que se hacinan en las cárceles o que son secuestrados por la guerrilla o la “contra”. También nos recuerda a los que son retenidos en contra de su voluntad por los terroristas, que se justifican en nombre de una no sé qué libertad, cuando en realidad están atentando contra ella.
Son muchos los que viven humillados como Cristo por un sueldo injusto e inhumano, niños en países del tercer mundo. También son muchas las mujeres humilladas por la violencia de su pareja. ¿Y no hay pueblos enteros sojuzgados por poderes político-financieros, ahogados en pagar la deuda externa?
Pero el drama continúa y Jesús cargando con la Cruz camino del Calvario nos recuerda a aquellos que caminan por la vida entre el desprecio, el dolor o la amargura. Su cara son las caras que asoman a veces en los medios de comunicación: esos niños, muchachos y jóvenes, con el arma al hombro y el machete en la mano, camino de su propio calvario, incierto, mortal e injusto. Pero esos rostros son limpiados por muchas Verónicas que envuelven en ternura los cuerpos dolientes de los más pobres abrazados a la Cruz y a su sufrimiento.
Y Jesús llega al Calvario; hoy sigue habiendo despojos incontables, mujeres que en la prostitución se les arranca su dignidad. Pueblos enteros, expoliados por el neocolonialismo, las multinacionales, dictadores y gobernantes corruptos.
Cuando miramos el paso de la exaltación de la Santa Cruz, observamos cómo Cristo es elevado a su suplicio por tres generaciones, por el género humano que viene a significar nuestra implicación en el sufrimiento y suplicio de Cristo y del mundo. Todos somos responsables y contribuimos en mayor o menor medida a que exista pobreza, débiles y marginados, aquí cerca de nuestros hogares o muy lejos.
Cristo desde la Cruz perdonó a sus verdugos y al ladrón, nos regaló a su Madre; se consumía de sed, gritó su abandono al límite de la confianza y desesperación. Vio su misión consumada y se abandonó definitivamente al Padre. Cristo, en su agonía, ¿no nos recuerda los momentos duros de la vida, cuando parece que Dios está en silencio?, ¿que sólo triunfa el mal? ¿No vemos en esta agonía la agonía de los enfermos terminales que mueren calladamente?
Longinos atraviesa el costado de Jesús como queriendo certificar su muerte. La Sangre de Cristo sigue fluyendo en todos los misioneros que ofrecen su vida como Él. En la de los mártires y en todas las víctimas que derraman su sangre por otros. Imposible enumerar los crucificados en los que Jesús continua su martirio.
El relato del Descendimiento nos habla de las prisas que tuvieron los judíos por reclamar a Pilato que quitaran a Jesús de en medio. No era estético dejar a los crucificados a la vista de los muchos caminantes que acudían a la fiesta de la Pascua. En un mundo que queremos hacer indoloro, ¿no queremos esconder también nosotros la muerte y los cementerios? ¿Molestan en nuestra aceras los transeúntes, los travestis? ¿Afean nuestras calles? ¿Nos tranquiliza la conciencia que no los tengamos a la vista, para no tener que preocuparnos de ellos?
La estampa de la Piedad nos recuerda a las madres Españolas, Irakies, Serbias, Croatas, Palestinas, Israelitas como Ella, que quisieran abrazar a sus hijos y arrancarlos de tanto dolor, dándoles el calor de la vida.
La contemplación del paso de Ntra. Sra. de la Soledad nos sitúa ante una de las más trágicas experiencias humanas, que es la soledad por la muerte de un ser querido. Un dolor transfixiante que sólo encuentra alivio en la oración y el ejemplo de amor, fe y esperanza de nuestra Madre.
Nuestra Señora de los Dolores es el paradigma de las madres que aman con renuncia y sufren por su hijos escarnecidos, torturados, despreciados por raza o religión, por su deficiencia física o psíquica, por su degradación o abandono. Estas madres como Ella, son la base de la familia, donde se puede encontrar cura a las desgracias, acogida ante el rechazo y gratuidad en el amor.
El Santo Cristo de la Cama trae a nuestra memoria a aquellos que nos han dejado, a nuestros seres más queridos. Pero ya se abre un resquicio a la esperanza. Dios no lo abandonó a la soledad del sepulcro, tampoco nos abandonará a nuestra suerte. ¡Cristo ha resucitado y nosotros con Él!. La vida penetró en las profundidades de la muerte y ya no será el fin, el vacío tenebroso y frío, la nada, sino el paso, el salto cualitativo a una vida en la plenitud del Amor. Morimos para vivir.
En la Pasión, querían acabar con la Vida a golpes, pero fue como si rompieran un precioso frasco de perfume y el mundo se inundara de una fragancia inigualable, como si quisieran destruir el sol y el firmamento se poblara de estrellas. Mataban el amor y el mundo se llenó de corazones. La resurrección es una deslumbrante explosión de vida nueva, de amor.
Por eso, la luz de la resurrección nos ilumina para ver a Cristo en cada hermano desvalido y es, entonces, cuando la historia que queremos anunciar estos días por las calles de Zaragoza, se hace actual y de salvación. Este Cristo nos sigue salvando. Pero necesita también ser salvado. Hemos de darle agua y alimento, proporcionarle medicinas para curar sus llagas, evitar que lo sigan torturando. Y eso, lo hacemos los cofrades cuando ponemos gracia donde hay pecado, salud donde hay heridas, alegría donde hay tristeza, reconciliación donde hay ruptura y esperanza donde hay desencanto; si proclamamos a los cuatro vientos que hay que integrar a los excluidos, levantar a los que yacen en el polvo y transmitimos amor y libertad a quienes carecen de ella; viviendo para que en nuestros pasos se vea, el Perdón, la Solidaridad, el Servicio, la Amistad y el Amor con mayúsculas; trabajando para que no haya injusticias, opresiones, ni ningún tipo de esclavitud, porque todas esas cosas entorpecen la venida del Reino de Dios; y esforzándonos para que haya paz, fraternidad y amor entre los hombres y los pueblos, que eso es ya parte del Señorío de Dios. Podemos y debemos aliviar la Pasión de Cristo y acortar su camino doloroso, dedicarnos a quitar clavos y espinas, detener la mano del que blande el flagelo, bajar de la cruz a personas y pueblos y mitigar el sufrimiento de tantos millones de cristos dolientes.
Por eso no quiero anunciar una Semana Santa que dure ocho días, sino una que se prolongue todo el año.
¡No encerremos nuestros pasos! Llevémoslos en lo más profundo del corazón a casa, a nuestra trabajo, al ocio; no para guardarlos íntimamente, sino para expresarlos y manifestarlos, para ser testimonio vivo del Evangelio que procesionamos.
Para terminar, hermanos, quiero confesaros que es difícil, más bien imposible, para un corazón cofrade y creyente, hablar de los misterios de la Semana Santa con serenidad y sin poner en sus palabras todo el fuego de su corazón enamorado. Como es difícil, más bien imposible, a un verdadero amante, hablar fría y desinteresadamente de la persona amada.
En verdad que estos trágicos hechos nos invitan a entrar dentro de nosotros mismos y a meditar en lo más profundo de nuestros espíritus esa locura de amor que explica los acontecimientos. Son días de interiorización, de silencio, de profunda intimidad. Cuando son más fuertes los sentimientos que nos embargan resulta más difícil expresarlos con palabras y recurrimos a la mirada y al silencio para expresarlos. Y yo os invitaría también a vosotros, hermanos, a convertir este tiempo sagrado en días de recogimiento, de oración, de silencio, de perdón y de paz.
Ójala nuestros desfiles y el sonar de nuestros tambores, timbales, bombos, heráldicas, cornetas, matracas y carracas, así como los actos litúrgicos que vamos a celebrar, sean la expresión incontenible de sentimientos profundos, que no pierden su intimidad, lozanía, profundidad e identidad, con las manifestaciones externas.
Es la única manera de que nuestras procesiones sean auténticas, creíbles; de que nuestros golpes de tambores, timbales y bombos, remuevan conciencias, abran oídos al mensaje de Jesucristo; nuestros faroles iluminen los ojos de los que no pueden o no quieren ver, el incienso eleve oraciones y haga percibir la fragancia del culto; y el suave tacto de las flores nos recuerde la amorosa caricia de Dios.
Dios quiera que la celebración de la Semana Santa nos sirva a todos para fortalecer nuestra fe, para alimentar nuestra esperanza, para enardecer nuestra caridad, sabiendo ser en el mundo seguidores de Cristo, convirtiéndonos en propagadores de la gran esperanza cristiana que se apoya en los misterios que vamos a celebrar en estos días y que nos ofrece una mayor presencia de Dios en la vida y la seguridad de la salvación.
Muchas gracias.





Pregonero: D. Armando Cester Martínez


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