jueves, 1 de septiembre de 2011

EN EL RECUERDO: Pregón de Semana Santa de 2006





Queridos hermanos y hermanas en Cristo.
Autoridades y representantes de Instituciones.
Presidentes y miembros de Cofradías y Hermandades.
Junta Coordinadora de Cofradías, Hermandades y Congregaciones
Personas congregadas esta tarde para iniciar los Actos Procesionales de la Semana Santa de Zaragoza en este año de 2006.
Amigos y amigas, todos.





Comienzo este pregón con una palabra de agradecimiento a cuantos me han ofrecido la ocasión de estar esta tarde aquí, dando mi voz al Pregón que una vez más, año tras año, abre las celebraciones procesionales de la Semana Santa de Zaragoza. Gracias por dejarme un micrófono abierto para dirigiros la palabra siendo de fuera, aunque cercano, por diversos motivos, a Zaragoza tanto por antiguas circunstancias familiares como por pertenecer a la Orden Escolapia y representar hoy humildemente a su Santo Fundador, el Aragonés universal José de Calasanz.

Como él, honran a esta tierra tantos otros aragoneses universales, destacados en el mundo de las artes, las ciencias y las letras. Calasanz se distinguió por su santidad y como educador y maestro, ideador de una escuela moderna y progresista ya al final del siglo XVI.
En mi agradecimiento quiero hacer mención especial de la Cofradía del Prendimiento del Señor y del Dolor de la Madre de Dios que, por especial vinculación desde su fundación a los Escolapios, ha tenido la deferencia de invitarme, sabedora de mi paso por Zaragoza durante estas fechas en Visita, como Superior General, a las Comunidades y Colegios Escolapios de Aragón.

El Pregón anuncia a Zaragoza el comienzo de la celebración de los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

Ante tan sublime realidad mi voz no quiere ser otra cosa que un tímido balbuceo, sencillo y reverente, no una proclamación pomposa o un discurso altanero. Eso sí, querría que fuera una voz cercana y amiga, como uno más de a pie, de una persona común, como tantos de vosotros que durante estos días recorreréis en procesión las calles de la ciudad.

Sólo quisiera que, dentro de la sencillez, fuera una voz sugerente para estos días “santos” que hoy inauguramos y en los que reviviremos los acontecimientos dolorosos de los últimos días de Jesús de Nazaret, que culminaron en su gloriosa Resurrección el día de Pascua.

Los pasos de la Semana Santa en marcha procesional por las calles son un ejemplo testimonial de que la fe es también pública y no cosa privada o de sacristía. En las calles, normalmente llenas de ruido y surcadas por un ir y venir de gentes apresuradas, se hace estros días silencio al paso de la procesión, donde sólo se oye, si es caso, el susurro de la oración y el bisbiseo de quienes comentan con el de a lado la significación de las imágenes. La Semana Santa en la calle es manifestación de fe como aquella entrada de Jesús en Jerusalén, el día de ramos, que él mismo preparó buscándose un borrico donde cabalgar como rey de justicia y de paz y no de poder que subyuga a base de imposición y forcejeo devastador.

La Pasión de Cristo en la calle es también como un libro abierto que nos muestra en toda su dramaticidad y belleza el gesto más hermoso de amor.

“El verdadero libro, en el que debemos estudiar –escribió San José de Calasanz-, es la pasión de Cristo, que da la sabiduría de acuerdo al estado de cada uno”, invitando a mirar a “Cristo crucificado, donde hay escondidos infinitos tesoros espirituales” (Cueva, nºs 85 y 94).

Representación dramática, libro abierto es la Semana Santa en la calle. En siete apretados días saldrán a las calles de Zaragoza alrededor de cincuenta y cinco procesiones, con más de cuarenta y ocho pasos y peanas, implicando a casi treinta Cofradías y Hermandades y movilizando a unas quince mil personas.

Todos los momentos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús el Nazareno estarán representados en los desfiles procesionales. Los evocaré brevemente, en orden histórico de los acontecimientos, usando las mismas denominaciones de vuestras Cofradías: la entrada de Jesús en Jerusalén, la institución de la Sagrada Eucaristía, nuestro Señor Jesucristo en la oración del huerto, el prendimiento del Señor, nuestro Señor Jesús de la humildad entregado por el sanedrín, el Señor atado a la columna, la coronación de espinas, el “ecce homo” y el Jesús de la humillación, la esclavitud de Jesús Nazareno, Jesús camino del calvario.

Cristo abrazado a la cruz, llegada de Jesús al calvario, la crucifixión del Señor, las siete palabras desde la cruz, Jesús en agonía, la exaltación de la Santa Cruz, el descendimiento de la cruz, el Santo Sepulcro, Cristo resucitado.

Al lado del Hijo, el dolor y la soledad de la Madre. No podía faltar la figura conmovedora de María, la Virgen dolorosa, en esta expresión pública de fe en la Semana Santa de Zaragoza, lugar privilegiado de devoción mariana en este Santuario del Pilar.

María Santísima, la Madre inseparable del hijo sufriente, siempre fiel, silenciosa en medio de su dolor. La Madre, que por querer de su Hijo, vino a ser para siempre la Madre de todos, Madre nuestra: “Juan, ahí tienes a tu Madre; mujer, ahí tienes a tu hijo”.

Bellos y conmovedores los títulos con los que adornáis las advocaciones marianas de vuestros pasos procesionales: dolor de la Madre de Dios, nuestra señora del rosario en sus misterios dolorosos, lágrimas de nuestra Señora, nuestra Señora del Dulce nombre, de las Angustias, de la Amargura, del Silencio, de los Dolores, de la Piedad, de la Fraternidad en el Mayor Dolor, de la Esperanza y del Consuelo.

De la Asunción, finalmente, porque también María participa, bienaventurada en los cielos, de la gloria del Hijo resucitado.

Y no faltan las figuras venerables de algunos santos como María Magdalena, la Verónica, los apóstoles Felipe y Santiago el Menor, Juan Evangelista, San Joaquín y el poverello de Asís San Francisco, cuyo honor sólo fue el imitar a Cristo pobre y crucificado.

La Semana Santa en la calle procura ser bella en todo (imágenes, pasos, hábitos de los hermanos cofrades, luces, flores, música y tambores). La Semana Santa deslumbra nuestros sentidos de la vista y del oído para, a través de ellos, llegar hasta el corazón. Es proverbial en Aragón el sonido de los tambores por la gran emoción que provoca a propios y extraños. Cada cultura tiene una nota diferencial que le es propia, su huella o marca de su hacer. Todos los cristianos sienten igual la muerte de Jesucristo y expresan el dolor a su manera.

El Evangelista San Mateo, recogió un dato en el momento de la muerte de Jesús que la sensibilidad aragonesa ha glosado acertadamente: “La tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron … el capitán y los soldados, viendo el terremoto, dijeron aterrados: verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mt 27, 2).

Y aquí está vuestra impronta. Un dato imborrable para el que vive en Aragón los días de Semana Santa. Brota de vuestra cultura propia, de la fuerza, de la reciedumbre con que enfrentáis la vida.

Haciéndolos resonar hasta el terremoto más ensordecedor, los tambores, los timbales a brazo partido, redoblan a sangre subrayando la muerte de Dios.

Las baquetas se ensañan sobre las tensas membranas, los oídos retumban y se asustan con la evocación más realista de la narración de San Mateo en que vuelven a partirse las rocas. El Calvario, donde Cristo se muestra como amor, parece retroceder al Monte Sinaí del Viejo Testamento donde toda la ira divina se abalanza contra el pueblo idólatra de los hebreos. La sensibilidad que mostráis niega cualquier versión sensiblera de la muerte del Señor; por el contrario, se la toma tan en serio que es trueno estallando el corazón.

Y los silencios y las sordinas entre medio de los redobles. Todo choca con todo. Todo es el caos de la creación y de la ciudad espantada con la muerte de su Creador.

Con las imágenes y el redoble de tambores, está también el colorido de las túnicas, terceroles, capirotes y velos de las Cofradías. Recurren los más tradicionales como el negro, expresión de sentimientos de penitencia, dolor y luto propios de la Pasión y Muerte de Jesús; el morado, color litúrgico de la cuaresma para expresar penitencia y conversión; el marrón, de inspiración franciscana que tanto ha propiciado las devociones populares.

Los nuevos colores como el blanco, que significa la inocencia y la transparencia del alma, y es el color propio de las fiestas de Pascua; el azul con sus diversas tonalidades tan ligado a la devoción mariana; el amarillo, granate, verde y rojo que exterioriza la sangre derramada del Señor.

Para mostrar todo esto ha estado presente vuestro trabajo de preparación en las distintas Cofradías. Hay aquí muchos y largos días de ensayos y preparación. Lo sabéis mejor que yo. Solamente deciros que vale la pena. Sí, vale la pena porque de esta manera el anuncio salvador de Cristo que entrega su vida por amor golpea, año tras año, nuestras conciencias a la vista de la Semana Santa. Los Cofrades vivís estos días con honda emoción, que nace de vuestra admiración y afecto hacia “vuestro” Cristo –que así lo llamáis con cariño y veneración-. Decís vosotros mismos que, en ciertos momentos, hasta el tercerol o capirote se os pega a la cara bañado por lágrimas de sentimiento ante el Misterio de Cristo Salvador entregado a muerte y de la Madre, nuestra Madre la Virgen María, que en su soledad acompaña al Hijo por el camino del Calvario hasta la cruz.

Personas anónimas, ellas y ellos, sin distinción de edad, niños y adolescentes, jóvenes, adultos y hasta ancianos, con su tercerol o capirote, con su timbal o tambor, con su antorcha encendida, con su mantilla o, simplemente, con su presencia silenciosa quieren mostrar que algo les mueve desde dentro y los acerca a este Misterio de Pasión.

Sentimiento y vivencia que misteriosamente siguen atrayendo hoy también a niños y jóvenes en una sociedad tan secularizada y hasta pagana como la nuestra.

Continuad así, ofreciendo a las nuevas generaciones altos ideales donde reflejar y guiar su vida. La Semana Santa en la calle es también como “sacramento”, signo visible y activo, para los alejados, para los que ya quizás no se sienten tocados por referencias cristianas en sus vidas, pero que tantas veces experimentan igualmente la nostalgia de un “no se qué” sublime, de algo superior en los secretos de sus almas.

En la representación dramática de la cruz y del crucificado, de su muerte cruel el cristianismo anuncia paradójicamente el gesto de mayor ternura y del amor sin límites.

La cruz de Cristo no es ya muestra patética de la crueldad humana sino gesto divino de reconciliación y de perdón, llamada insistente a amar la vida. La muerte de Cristo fue una muerte que derivó en resurrección, en vida para siempre. Los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús nos hablan de compasión, de amor, de libertad. Su gesto de amor entregado hasta ofrecer su vida invita a vivir la vida con la misma clave: sólo el amor, que tantas veces se traduce en perdón y misericordia, es capaz de liberar. Sólo el amor transforma a las personas, a las familias, a la sociedad.

Esta es la gran lección del libro abierto, estos días mostrado en nuestras calles, de la Pasión del Señor. Con razón podemos confesar a Jesús como Salvador.

Dolor y sufrimiento nunca fueron vistos en el pasado como un problema, formaban parte de la vida misma. Ahora que la calidad de vida ha mejorado y la ciencia médica nos acerca a metas antes insospechadas de salud y lucha contra el dolor, nos hemos lanzado a la empresa legítima de vencer al dolor y a tantos sufrimientos, sobre todo corporales. Pero el sufrimiento queda todavía, porque no es sólo corporal y, aún en este caso, el remedio no está al alcance de todos. Cuántas enfermedades, sufrimientos corporales, muertes que podían evitarse en los países con poco desarrollo económico.

A los que sufren, por la razón que sea, hoy este Cristo doliente les lleva una palabra de consuelo, de sosiego, de aliento y de ayuda. “Sus llagas nos han sanado”, canta la liturgia cristiana de estos días. Su sufrimiento, no quita nuestro sufrimiento, pero de alguna manera nos libera de él. Como libera el dolor callado y en soledad de su Madre, Virgen de los Dolores.

Cada cual es llamado a prestar las manos y el corazón al Cristo doliente para acercarse al que sufre y mitigar su dolor.

Si el corazón se mueve a compasión al ver este Cristo sangrante de nuestros pasos procesionales y queréis confortarle, sabed que él dijo: “lo que hicisteis a uno de éstos pequeños a mí me lo habéis hecho” (Mt 25, 40). Cristo sigue sufriendo hoy en la humanidad doliente.

Si te conmociona el sufrimiento del flagelado atado a la columna, del coronado de espinas, del burlado y humillado, despojado de sus vestidos, clavado y muerto en una cruz como un malhechor, que tu corazón se conmueva también por los sufrimientos de tus semejantes, de los que tienes al lado, de los lejanos o de quienes consideras diferentes: trata de ayudarlos, no cierres tu corazón a la compasión, al perdón y al amor; alarga tu mano generosa, presta ayuda, acoge, levanta.

Siente igualmente una llamada a la esperanza cuando lo que se te presenta es la decepción, el fracaso, el derrumbe de tus mejores deseos de bien y de felicidad, quizás largamente soñados e impulsados. También Jesús experimentó la duda: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, que alguno traduce: “¿Valía la pena todo lo vivido para esto?”

Y Jesús, concluyó, ya en el estertor de la muerte: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Sí, todo recobra sentido. La vida, el fracaso no acaban en la nada o el sinsentido. Esforcémonos por crear a nuestro lado, en la vida de cada día, otra realidad más justa, solidaria y fraterna.

Nuestro mundo puede ser transformado; es posible; vayamos uniendo mano sobre mano, formando cadena, a favor de esta noble causa; no fue otra la causa de Jesús.

Un mundo transformado pasa por la reconciliación y el perdón. “Perdónalos, Padre”, dijo también Jesús en la cruz refiriéndose a sus verdugos y acusadores. Sí; aprendamos a dar y a recibir el perdón. Todos necesitamos perdonar y ser perdonados. Y así llegará la reconciliación, a la que somos invitados por Jesús.

Pasados los días “de Pasión”, si no resucitamos el domingo de Pascua, tras haber seguido los sufrimientos de Cristo y acompañado en su dolor, todo es un sueño. La Semana Santa es también primavera, porque desemboca en Pascua florida, en Pascua de resurrección. Primavera, Resurrección, la hora en que la fuerza de la vida prevalece sobre el agobio de la muerte y de los hielos.
El perfume nuevo de las flores, del incienso, de la cera; la música, el retumbar de los tambores y el recogimiento en el silencio; la emoción de los cofrades y el acompañamiento; los rezos … Todo este colorido que va de la Pasión de Cristo a su Resurrección recoloca todas las cosas en su sitio, los afectos y nostalgias del corazón humano, sus frustraciones y también sus esperanzas, el goce y el sufrimiento, el pecado y su perdón: todo vuelve a su justo sitio y las buenas gentes regresan a su mejor fe y a su limpieza de niño.

Acaban ya mis palabras, termina el Pregón. Pero con él, empieza la Semana Santa, vuestra Semana Santa de Zaragoza. Os invito a acogerla con palabras de Calasanz: “Pidamos al Señor que nos dé espíritu y fervor para imitarle en cuanto nos sea posible” (Cueva, nº 94). Vivid a fondo la celebración: Cristo no os defraudará.

Muchas gracias.




Pregonero:
D. Jesús María Lecea Sáinz
General de las Escuelas Pías

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