PREGON DE SEMANA SANTA 2002
Pregonero: Juanjo Hernández Sánchez
Gracias a todos por permitirme sentir el privilegio de este gozo. Por dejarme expresar, pregonar, rezar con vosotros en las vísperas de Ramos.
Mañana vuelve el Nazaret a entrar en Jerusalén. A lomos de un burrito desfilará por una pasarela de palmas y mantos, camino de su pasión y muerte. Sus sentimientos recogerán multitud y aplauso como bienvenida al sufrimiento y a la agonía; como antesala a la resurrección y a la esperanza.
Esta tarde, aquí, en la plaza del Pilar, en Zaragoza, os traigo este recuerdo: Escuchad.
Había una vez un Dios. Era omnipotente. Era un Dios de Amor. Sólo Amor. Nada más y nada menos que Amor. Esta raíz le hizo crear. Se hizo dios Creador. Creó el orbe y todas sus criaturas. Y, de entre éstas, como la mejor, creó al hombre y a la mujer. Quiso tanto esta creación que la hizo con capacidad de amar y con capacidad de elegir. Depositó en el ser humano dos enormes tesoros: el Amor y la Libertad. Pasó el tiempo, y la creación se fue desarrollando, tomando forma, haciéndose grande.
Con el transcurso de las generaciones, y ya desde un paraíso de bosques y reptiles, el hombre no dio muestras de saber aprovechar ni el Amor ni la Libertad. O mejor, el hombre había elegido caminos que le separaban de su Creador. Había elegido caminos que producían desamor y esclavitud. Había elegido caminos de infelicidad. El resultado no pudo ser otro: el hombre se había convertido en un ser desdichado, triste, perdido. Y Dios, el Padre de esta criatura, también se entristeció. Dios era Dios-Amor y amaba profundamente al hombre. Al verle así, Dios se preguntó, severo: “¿qué hacer?, ¿cómo recordarle que yo soy su Creador y que yo soy el motivo de la felicidad que está buscando?, ¿cómo volverle a decir que yo le amo, que le he amado, que le amará, desde mi entraña?”.
Un día, tras la palabra de los profetas, se confirmó: Dios, en su seno, miró en los ojos de su Hijo primogénito. Le dijo: “Ahora, lo único que puedo hacer es enviarte al hombre para que le recuerdes este Anuncio, esta Noticia: yo quiero al hombre tal cual, como es, con sus luces y sus sombras, con sus carismas y sus aristas, yo quiero hacer al hombre feliz”. Para conseguir esto, Dios pensó que la mejor manera era “salir de sí”, haciéndose hombre, como los hombres y las mujeres que iba a ver, con los que iba a convivir; con carne y con sentimientos. Dios hizo a su Hijo hombre para que su vida de hombre sirviera de ejemplo, de libro de texto, y –más aún- de redención, de salvación; para que ayudara a saber cómo recuperar la humana felicidad olvidada. Le puso por nombre Jesús. Y Jesús, para hacerse enseñante de la felicidad, nació pobre, amoroso y se hizo servidor, predicador.
Su estilo de vida impactó. Revolucionó. Tanto, que sólo unos pocos le siguieron. El resto, la inmensa mayoría, lo trató de loco, de peligroso, de poco recomendable para la paz social de la época. Jesús reanimó a muertos. Violó normas. Llamo bienaventurados a los pobres, a los últimos, a los olvidados. Expulsó demonios. Dio la luz a los ciegos. Quitó muletas a los cojos. Desmontó mercaduchos. Multiplicó panes. Caminó sobre las aguas. Encandiló con parábolas. Sonrió a los niños. Dignificó a las mujeres. Se hospedó con `pecadores. Se hizo amigo de prostitutas. Se rodeó de pescadores. Lavó pies... Es decir: las cúpulas de aquella sociedad vieron amenazado su poder. Su mirada, su palabra, su gesto, su acción, podrían hacer tambalear su estructura, su norma, su tradición. Aquellos que temían perder su dominio, lo juzgaron sin causa y lo sentenciaron a muerte. Jesús, entre burla y agonía, falleció asfixiado, atravesado en un madero. Entonces, como dicen las crónicas, “se cubrieron de luto los montes, se rasgó el velo del templo y dieron gritos las piedras en duelo”.
Tras inclinar la cabeza, Jesús fue enterrado. Y al tercer día, su Padre lo volvió a llamar con él, alabando el gran trabajo de su Hijo. Jesús, había mostrado con su vida de hombre, con su ejemplo, que todos –sin ninguna excepción- somos hijos del mismo Padre y que en la acogida, en la colaboración del bienestar, en el amor con el otro ( el igual, el distinto, el de este portal, el de aquel continente), encontramos el Amor del Padre. Es decir, encontramos la salvación, la plenitud, la mayor satisfacción posible, la felicidad. Además, al Padre lo veremos en Vida, tras la muerte. Así le pasó a Jesús y así nos pasará a nosotros. Y Dios, para hacernos entender todo esto e infundirnos energía suficiente para llevarlo a cabo, depositó en nosotros Espíritu.
El mismo Espíritu que edificó una comunidad, la Iglesia, sobre la piedra de Pedro, el mismo que acompañó en tiempo de persecución a los mártires, el mismo que inspiró a los sanos, el mismo que se hace presente en la oración y en la celebración. Es el mismo espíritu que nos hace homenajear a Aquél que encarnó el mandamiento del Amor, que formuló con su vida las bienaventuranzas , que se hizo Cordero en sacrificio, que vio abrirse los cielos y que se quedó dentro de nosotros para siempre.
El mismo Espíritu, por tanto, que hace que tras los años, tras las generaciones, tras las épocas, hoy, aquí, volvamos a presentar una nueva Semana Santa.
En España. En Aragón. En Zaragoza.
Aquel Espíritu hizo que los primeros disciplinantes surgieran en la Italia del siglo trece como precursores de las cofradías penitenciales. Éstas, eran grupos de hombres que rendían culto a la Pasión y Muerte de Cristo, saliendo ordenada, procesionalmente la noche del Jueves al Viernes Santo. Esta costumbre se hizo estatuto a partir de Trento en el siglo dieciséis, se hizo arte a partir del barroco en el diecisiete, reforma en el dieciocho, renovación en el diecinueve, paulatino auge –tras claros y oscuros- en el veinte, y futuro brillante en este jovencísimo veintiuno.
En el planeta cristiano, durante una semana, estandartes, cruces, faroles y velas, iluminan las calles; hábitos, cíngulos, terceroles y capirotes, visten a los cofrades, imágenes, paños, pasos y escenas, ilustran la catequesis; carraclas, cornetas, bombos y tambores, hacen temblar la tierra.
En Zaragoza, durante una semana, salen 23 cofradías con mayores y cada año más jóvenes. Aquí también se exhiben el Ecce Homo- como talla más antigua-, la Cruz In Memorian –como elemento peculiar- , el Santo Entierro más completo –como sello de participación-, la seriedad, la austeridad, el respeto y la devoción –como rasgos muy nuestros-.
Pero, sobre todo, durante una semana queda el homenaje, la oración del hombre, el rezo del poeta que hizo hablar así al Hombre en cruz:
“De sed el alma entera se me abrasa
Mi lengua es teja, y baja a mi garganta,
Y al cielo de mi boca se levanta
El infierno deshecho en pura brasa.”
Y sí, más aún y sobre todo, sobre todo: durante una semana queda el homenaje, la oración del hombre, el rezo del poeta a Aquél que Vive. El mismo autor que llegó a escribir:
“ Quién diga que Dios ha muerto
que salga a la luz y vea
si el mundo es o no tarea
de un Dios que sigue despierto,
Ya no es su sitio el desierto,
Ni en la montaña se esconde.
Decid, si preguntan dónde,
Que Dios está, sin mortaja,
En donde un hombre trabaja
Y un corazón le responde.”
Y hoy, renovamos este anuncio, esta historia de la Salvación, este testimonio de un Dios Amor, grande, abrazador que acoge un mundo que lo necesita más que nunca. El grito se eleva. Y sale de corazones solos, enfermos, rotos... o llegados de Afganistán, Israel, Angola...
Y ante todo esto, el rito se renueva. De Ramos a Pascua, rejuvenece la liturgia: Este año, Zaragoza inaugura su Semana Santa Declarada de Interés Turístico Nacional. Y, por tanto, a partir de hoy, ya mismo y más que nunca: contempladla, redescubrirla, sí –también vosotros, conmigo- pregonadla con orgullo. Y por tanto, a partir de hoy, decididamente: salid a la calle, invitad a un amigo, perfeccionad un redoble, promocionad un estilo. Que a partir de hoy en Murcia, Valladolid o Sevilla, puedan –con nosotros- soñar cómo la noche del Viernes al Sábado Santos, tras el santo Entierro, María, desde esta Basílica, desciende durante un instante de su Pilar. Soñemos juntos cómo atraviesa esta plaza. Miradla. Su paso es sereno. Miradla. Toma la calle Alfonso. ¿La véis?... Atraviesa parte de nuestro casco antiguo. No hay nadie en las esquinas. Se dirige hacia la iglesia de San Cayetano. Allí descansa, tras la procesión, el Cristo de la Cama. María se acerca. Se acerca... Sus dedos rozan los pies llagados, enjutos y pálidos. Su mirada recorre lentamente el cuerpo tapado. Imaginadla. Su boca se entreabre. Su mano delicada besa la mejilla inerte de Jesús. Sus labios cálidos acogen la frente fría. Imaginadla... Una lágrima enlaza la Madre con el Hijo. María, de nuevo, llora en silencio. Sentidla... Sentidla... y sobre todo sentid su serenidad. Ella confía. Su corazón sabe que María, además de Virgen Dolorosa, es Virgen de la Esperanza.
Al fin, Ella, una vez más, permitirá que el cierzo acompañe a una garganta sola que rece:
“Resuena la jota brava
redobla el recio tambor
como oraciones del alma
de la tierra de Aragón.”
Y aquí. Ahora. Es el segundo año del tercer milenio, comienza la Semana Santa en Zaragoza
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