El pasado día 28 de Marzo de 2015, se celebró la procesión del Pregón de la Semana Santa, el cual fue pronunciado por la escritora Dª Ángeles de Irisarri, en la bandeja central de la Plaza del Pilar.
TEXTO DEL PREGÓN
Hola a todos, me llamo
Ignacio. No sé de dónde me viene el entusiasmo y el fervor por la Semana Santa,
pero era bien pequeño y ya me llamaba la atención el ruido de los tambores y
las carraclas, el silencio de los cofrades y las luces de los pasos.
Quizá fue
mamá que, recuerdo, me contaba dónde, siendo niña, veía la pro- cesión del
Santo Entierro. En Zaragoza, en la calle de San Jorge, en la tienda de muebles.
Decía mamá que el Jueves Santo iba con su madre, sus tías, la yaya y su prima a
visitar los monumentos. Todas salían de casa con la mantilla puesta y se
encaminaban a San Gil, al Sagrado Corazón, a San Felipe, etcétera, hasta siete
iglesias recorrían y, en cada una, después de rezar una oración y asombrarse
ante los altares que estaban cubiertos con enormes lienzos negros, mamá y su
prima echaban dos reales o una peseta en la bandeja y las postulantes de la
parroquia les entregaban una estampa. Recogían siete estampas que, una vez en
casa, guardaban apresuradamente en su misal. En el misalito Regina, el que les
habían regalado para su Primera Comunión, con el rosario de plata y el estuche
con bolígrafo y pluma estilográfica. En la mañana del Viernes Santo, otra vez
todas se dirigían a la iglesia de San Cayetano a contemplar los pasos que, por
la tarde, habían de salir en la procesión. Decía mamá que la media luz del
templo, el crujido del viejo entarimado del suelo, los cofrades vistos tan de
cerca y tan serios, tan altos y con sus caperuzas, le impre- sionaban
sobremanera y, como era muy miedosa, le preguntaba a su madre si soñaría por la
noche. Su mamá, es decir, mi abuela, le decía que no, que no. Pero mamá y su
prima pasaban el día nerviosas, en razón de que, por la tarde, toda la familia
se acercaría a la tienda de San Jorge a ver la procesión en primera fila. Y,
allí, en el piso alto, abiertas las ventanas y rodeadas de muebles, de
comedores, de dormitorios, de armarios de luna, de cómodas, etcétera,
contemplarían la procesión del Santo Entierro. Es decir, el recuerdo de la
pasión y muerte del Señor Jesucristo, ese hecho que se revive año tras año,
merced al buen hacer de cofradías y cofrades. Las dos niñas rodeadas también de
una gran familia, de la familia en sí y de parientes y vecinos, porque a la
calle San Jorge se invitaba a buen número de amigos, y todos se presentaban con
las manos vacías, pues el día de Viernes Santo es ayuno y abstinencia, pero en
los bolsillos llevaban paquetitos de caramelos para las pequeñas de la casa. Mi
madre y su prima gozaban con tanto saludo y con los dulces, hasta que llegaba
la procesión.
A poco de
que se apagaran las luces de la calle y de los comercios, varios cabal- los del
Ayuntamiento con sus jinetes con los cascos empenachados abrían el paso, dobla-
ban desde San Andrés a San Jorge, para tomar Don Jaime. A veces bufaban los
animales, pero los hombres los dominaban, eso decía mamá, y ya aparecían los
estandartes y los Santos Padres del Antiguo Testamento, seguidos de la primera
cofradía y del primer paso. Y ya todo era silencio.
Quizá fue
la narración de mi madre que, a mis instancias, la repetía todos los años, o
fui yo mismo quién me suscité mi pasión por la Semana Santa, porque un día, un
buen día, cogí una caja de zapatos, me la colgué del cuello, mediante una
cuerda y me fabriqué el primer tambor y anduve por mi casa, porrón, pon, pon?
Pero no, no fueron las historias de mamá las que me marcaron, fui yo, porque,
después de mi rudimentario tambor, dibujé a toda hora procesiones con sus
cofrades, con sus respectivos colores y sus pasos. Luego pasé a vestir a los
muñecos del lego con capirote o tercerol y hábito, y hasta hacer
pasos con las fichas grandes. Primero yo sólo y después con varios amigos que
vivían en mi misma casa, que venían a la mía, precisamente, a jugar a
procesiones. A mamá no le extrañó nada aquel juego, porque ella había jugado
con su prima a ir a cazar a la selva para matar leones, en un coche hecho con
dos sillas y sin volante, tal me asegu- raba. No obstante, ella misma se
asombraba de lo que mis amigos y yo éramos capaces de hacer, pues como si
tuviéramos un taller de costura, los hombres-lego,
de haber sido piratas y surcado los siete mares, se convertían en cofrades, en
manolas, y hasta en peni- tentes, pues uno de ellos arrastraba una larga cadena
y otro llevaba una cruz a cuestas, tan pesada que no podía mantenerse en pie.
Y, en nuestro afán, hasta hicimos un paso con una Virgen del Pilar sobre una
silla, a la que acoplamos unas ruedas, y anduvimos por la calle atrayendo la
sonrisa de las gentes.
Pero sí,
sí, todo lo anterior era muy bonito. Mis amigos y yo disfrutábamos mucho, sobre
todo en vacaciones, pero yo quería ser cofrade de verdad, vestir hábito, tocar
el tambor y salir en las procesiones.
Mamá
decía que sí, que cuando fuera mayor. Y yo decía que no, que había niños más
pequeños que yo en las cofradías. Y le insistía en que me lo pedía el corazón,
en que me llamaban los tambores y cornetas, y en que las imágenes de los pasos
me miraban solicitando mi presencia, tal le aseguraba erre que erre. Además, le
prometía sacar muy buenas notas en el colegio, notables y sobresalientes. Y
eso, pues eso, pero mamá no cedía, aunque, es de decir que, tras mi
obstinación, que otra cosa no era, empezó a titubear. Y que, por fin, cuando mi
hermana se hizo amiga de una cofrade y quiso entrar en una de las hermandades,
mamá se rindió y aquel deseo que se había instalado en lo más profundo de mi
alma, pudo, por fin, salir a la luz, porque ingresé con mi hermana en una
cofradía.
Hola, soy
Nacho, le dije al hermano mayor cuando nos recibió a los nuevos. Y, cuando me preguntó por qué quería ser
cofrade, le respondí que mis padres me de- jaban, por fin, pero que me había
costado mucho tiempo convencerlos. El buen hombre me sonrió y me impuso la
medalla de la Hermandad y no cupe en mi de gozo, máxime porque los demás
cofrades me acogieron, nos acogieron a los nuevos, con mucho cariño y, el
mayordomo nos explicó el funcionamiento y el motivo por el cual las cofradías
salen en procesión. Luego, el jefe de tambores fue paciente con nosotros, las
camareras nos sonrieron y nos trajeron caramelos, y el perro Pistolo, un perro
lobo, que daba miedo y ladraba sin cesar, y que guardó la iglesia mientras
duraron las obras de restauración, a momentos hasta nos dejaba tranquilos.
bores tocando muy bajito, muy bajito. Todos los componentes serios, con el paso
acom- pasado, con los rostros escondidos bajo el tercerol, sólo con la luz del
paso, y yo nervioso, casi temblando, porque, al fin, era un cofrade de verdad,
y es que mi gran anhelo se había empezado a cumplir. No tenía motivos para
tener miedo ni menos para temblar, pero es que a veces el corazón te traiciona.
No tenía causa alguna, pues los hermanos sabían muy bien lo que había que hacer
y lo habían llevado a cabo decenas de veces, por eso el miedo de mi estreno se
disipó pronto y, a Dios gracias, no erré al dar el paso ni en el redoble del
tambor. Así las cosas, enseguida, me sentí integrado en la cofradía.
Con el
tiempo adquirí puestos de responsabilidad, pues era el primero en of- recerme
para tal o para cuál. Digo mal, a veces era el segundo o el quinto, pues todos
los hermanos queríamos colaborar en lo que fuere menester.
Ya sabéis
que me llamo Ignacio, si bien los amigos me dicen Nacho, pero podría llamarme
Cristina o Paloma, Juan o Miguel o José Luis, pues en la cofradía todos nos
prestamos para todo. Para llevar a cabo la obra social, para ir acá o acullá,
para visitar a los enfermos o llevar comida al hambriento o consolar al triste,
etcétera. Y, en otro orden de cosas, para limpiar el paso, tocar el tambor o la
corneta, ya sea con frío o con calor, encontrando en estas labores sentido a
muchas cosas de la vida, pues la premisa del cristiano es ayudar a los demás.
Ahora,
cuando veo a los nuevos cofrades, algunos niños como yo y con mi misma ilusión,
no puedo dejar de pensar en que la Semana Santa no desaparecerá nunca jamás,
porque, aunque unos se van y otros vienen, por las leyes inexorables de la
vida, el Señor Jesucristo que se encuentra muy lejos, muy lejos y a la par muy
cerca, muy cerca, bendice la rememoración de su pasión y muerte. Y que, desde
allá o desde aquí, gusta de ella y nos agradece a los presentes que salgamos
por Él en procesión; otro tanto a los que nos ven recorrer las calles de
Zaragoza, y a los que no pueden acompañarnos, pero sienten la Semana Santa en
su alma inmortal, también. Porque, a mayor abundamiento, los ángeles, los
santos y santas y las almas benditas, todos ellos sabedores de que, lo que
hacemos, lo hacemos por Él, por el Señor Jesucristo. Y, no puedo remediarlo, las
lágrimas me vienen a los ojos.
Hola, me
llamo Ángeles y, desde aquí, quiero felicitaros, cofrades, porque, un año más,
vais a poder recrear el sufrimiento de Nuestro Señor que murió en la cruz para
redimir al género humano. Felicidades cofrades, repito, porque, cuando os veo
recorrer las calles de nuestra ciudad, a mí, como al buen Nacho, también me
corren las lágrimas, porque, bien sé, como vosotros que, después de 2.000 años,
todo lo hacéis por Él, por Je- sucristo? Y no desconozco que esta celebración,
pese a las muchas vicisitudes que hay su- frido a lo largo de la historia,
tiene mucho de milagrosa, pues no ha habido en esta tierra imperio o reino, ya
sea terrenal o imaginario, que haya durado tantos, tantísimos años.
Para
terminar, cofrades, quiero agradecer vuestra presencia. Y la del señor
Arzobispo, la Consejera, los Concejales y Diputados presentes y a otras
autoridades eclesiásticas y civiles. Y, por supuesto, a la Cofradía de la
Asunción y llegada de Jesús al Monte Calvario, que este año es la organizadora
de este acto.
También
deseo dar las gracias a Nacho, a Ignacio, que me ha ayudado con el texto de
este pregón. Y, una vez más, a todos vosotros, gracias. Gracias, y punto final
Fuente: http://www.zaragoza.es/ciudad//turismo//es/semanasanta/pregonsemanasanta2015.htm
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Quizá fue mamá que, recuerdo, me contaba dónde, siendo niña, veía la pro- cesión del Santo Entierro. En Zaragoza, en la calle de San Jorge, en la tienda de muebles. Decía mamá que el Jueves Santo iba con su madre, sus tías, la yaya y su prima a visitar los monumentos. Todas salían de casa con la mantilla puesta y se encaminaban a San Gil, al Sagrado Corazón, a San Felipe, etcétera, hasta siete iglesias recorrían y, en cada una, después de rezar una oración y asombrarse ante los altares que estaban cubiertos con enormes lienzos negros, mamá y su prima echaban dos reales o una peseta en la bandeja y las postulantes de la parroquia les entregaban una estampa. Recogían siete estampas que, una vez en casa, guardaban apresuradamente en su misal. En el misalito Regina, el que les habían regalado para su Primera Comunión, con el rosario de plata y el estuche con bolígrafo y pluma estilográfica. En la mañana del Viernes Santo, otra vez todas se dirigían a la iglesia de San Cayetano a contemplar los pasos que, por la tarde, habían de salir en la procesión. Decía mamá que la media luz del templo, el crujido del viejo entarimado del suelo, los cofrades vistos tan de cerca y tan serios, tan altos y con sus caperuzas, le impre- sionaban sobremanera y, como era muy miedosa, le preguntaba a su madre si soñaría por la noche. Su mamá, es decir, mi abuela, le decía que no, que no. Pero mamá y su prima pasaban el día nerviosas, en razón de que, por la tarde, toda la familia se acercaría a la tienda de San Jorge a ver la procesión en primera fila. Y, allí, en el piso alto, abiertas las ventanas y rodeadas de muebles, de comedores, de dormitorios, de armarios de luna, de cómodas, etcétera, contemplarían la procesión del Santo Entierro. Es decir, el recuerdo de la pasión y muerte del Señor Jesucristo, ese hecho que se revive año tras año, merced al buen hacer de cofradías y cofrades. Las dos niñas rodeadas también de una gran familia, de la familia en sí y de parientes y vecinos, porque a la calle San Jorge se invitaba a buen número de amigos, y todos se presentaban con las manos vacías, pues el día de Viernes Santo es ayuno y abstinencia, pero en los bolsillos llevaban paquetitos de caramelos para las pequeñas de la casa. Mi madre y su prima gozaban con tanto saludo y con los dulces, hasta que llegaba la procesión.
A poco de que se apagaran las luces de la calle y de los comercios, varios cabal- los del Ayuntamiento con sus jinetes con los cascos empenachados abrían el paso, dobla- ban desde San Andrés a San Jorge, para tomar Don Jaime. A veces bufaban los animales, pero los hombres los dominaban, eso decía mamá, y ya aparecían los estandartes y los Santos Padres del Antiguo Testamento, seguidos de la primera cofradía y del primer paso. Y ya todo era silencio.
Quizá fue la narración de mi madre que, a mis instancias, la repetía todos los años, o fui yo mismo quién me suscité mi pasión por la Semana Santa, porque un día, un buen día, cogí una caja de zapatos, me la colgué del cuello, mediante una cuerda y me fabriqué el primer tambor y anduve por mi casa, porrón, pon, pon? Pero no, no fueron las historias de mamá las que me marcaron, fui yo, porque, después de mi rudimentario tambor, dibujé a toda hora procesiones con sus cofrades, con sus respectivos colores y sus pasos. Luego pasé a vestir a los muñecos del lego con capirote o tercerol y hábito, y hasta hacer pasos con las fichas grandes. Primero yo sólo y después con varios amigos que vivían en mi misma casa, que venían a la mía, precisamente, a jugar a procesiones. A mamá no le extrañó nada aquel juego, porque ella había jugado con su prima a ir a cazar a la selva para matar leones, en un coche hecho con dos sillas y sin volante, tal me asegu- raba. No obstante, ella misma se asombraba de lo que mis amigos y yo éramos capaces de hacer, pues como si tuviéramos un taller de costura, los hombres-lego, de haber sido piratas y surcado los siete mares, se convertían en cofrades, en manolas, y hasta en peni- tentes, pues uno de ellos arrastraba una larga cadena y otro llevaba una cruz a cuestas, tan pesada que no podía mantenerse en pie. Y, en nuestro afán, hasta hicimos un paso con una Virgen del Pilar sobre una silla, a la que acoplamos unas ruedas, y anduvimos por la calle atrayendo la sonrisa de las gentes.
Pero sí, sí, todo lo anterior era muy bonito. Mis amigos y yo disfrutábamos mucho, sobre todo en vacaciones, pero yo quería ser cofrade de verdad, vestir hábito, tocar el tambor y salir en las procesiones.
Mamá decía que sí, que cuando fuera mayor. Y yo decía que no, que había niños más pequeños que yo en las cofradías. Y le insistía en que me lo pedía el corazón, en que me llamaban los tambores y cornetas, y en que las imágenes de los pasos me miraban solicitando mi presencia, tal le aseguraba erre que erre. Además, le prometía sacar muy buenas notas en el colegio, notables y sobresalientes. Y eso, pues eso, pero mamá no cedía, aunque, es de decir que, tras mi obstinación, que otra cosa no era, empezó a titubear. Y que, por fin, cuando mi hermana se hizo amiga de una cofrade y quiso entrar en una de las hermandades, mamá se rindió y aquel deseo que se había instalado en lo más profundo de mi alma, pudo, por fin, salir a la luz, porque ingresé con mi hermana en una cofradía.
Hola, soy Nacho, le dije al hermano mayor cuando nos recibió a los nuevos. Y, cuando me preguntó por qué quería ser cofrade, le respondí que mis padres me de- jaban, por fin, pero que me había costado mucho tiempo convencerlos. El buen hombre me sonrió y me impuso la medalla de la Hermandad y no cupe en mi de gozo, máxime porque los demás cofrades me acogieron, nos acogieron a los nuevos, con mucho cariño y, el mayordomo nos explicó el funcionamiento y el motivo por el cual las cofradías salen en procesión. Luego, el jefe de tambores fue paciente con nosotros, las camareras nos sonrieron y nos trajeron caramelos, y el perro Pistolo, un perro lobo, que daba miedo y ladraba sin cesar, y que guardó la iglesia mientras duraron las obras de restauración, a momentos hasta nos dejaba tranquilos. bores tocando muy bajito, muy bajito. Todos los componentes serios, con el paso acom- pasado, con los rostros escondidos bajo el tercerol, sólo con la luz del paso, y yo nervioso, casi temblando, porque, al fin, era un cofrade de verdad, y es que mi gran anhelo se había empezado a cumplir. No tenía motivos para tener miedo ni menos para temblar, pero es que a veces el corazón te traiciona. No tenía causa alguna, pues los hermanos sabían muy bien lo que había que hacer y lo habían llevado a cabo decenas de veces, por eso el miedo de mi estreno se disipó pronto y, a Dios gracias, no erré al dar el paso ni en el redoble del tambor. Así las cosas, enseguida, me sentí integrado en la cofradía.
Con el tiempo adquirí puestos de responsabilidad, pues era el primero en of- recerme para tal o para cuál. Digo mal, a veces era el segundo o el quinto, pues todos los hermanos queríamos colaborar en lo que fuere menester.
Ya sabéis que me llamo Ignacio, si bien los amigos me dicen Nacho, pero podría llamarme Cristina o Paloma, Juan o Miguel o José Luis, pues en la cofradía todos nos prestamos para todo. Para llevar a cabo la obra social, para ir acá o acullá, para visitar a los enfermos o llevar comida al hambriento o consolar al triste, etcétera. Y, en otro orden de cosas, para limpiar el paso, tocar el tambor o la corneta, ya sea con frío o con calor, encontrando en estas labores sentido a muchas cosas de la vida, pues la premisa del cristiano es ayudar a los demás.
Ahora, cuando veo a los nuevos cofrades, algunos niños como yo y con mi misma ilusión, no puedo dejar de pensar en que la Semana Santa no desaparecerá nunca jamás, porque, aunque unos se van y otros vienen, por las leyes inexorables de la vida, el Señor Jesucristo que se encuentra muy lejos, muy lejos y a la par muy cerca, muy cerca, bendice la rememoración de su pasión y muerte. Y que, desde allá o desde aquí, gusta de ella y nos agradece a los presentes que salgamos por Él en procesión; otro tanto a los que nos ven recorrer las calles de Zaragoza, y a los que no pueden acompañarnos, pero sienten la Semana Santa en su alma inmortal, también. Porque, a mayor abundamiento, los ángeles, los santos y santas y las almas benditas, todos ellos sabedores de que, lo que hacemos, lo hacemos por Él, por el Señor Jesucristo. Y, no puedo remediarlo, las lágrimas me vienen a los ojos.
Hola, me llamo Ángeles y, desde aquí, quiero felicitaros, cofrades, porque, un año más, vais a poder recrear el sufrimiento de Nuestro Señor que murió en la cruz para redimir al género humano. Felicidades cofrades, repito, porque, cuando os veo recorrer las calles de nuestra ciudad, a mí, como al buen Nacho, también me corren las lágrimas, porque, bien sé, como vosotros que, después de 2.000 años, todo lo hacéis por Él, por Je- sucristo? Y no desconozco que esta celebración, pese a las muchas vicisitudes que hay su- frido a lo largo de la historia, tiene mucho de milagrosa, pues no ha habido en esta tierra imperio o reino, ya sea terrenal o imaginario, que haya durado tantos, tantísimos años.
Para terminar, cofrades, quiero agradecer vuestra presencia. Y la del señor Arzobispo, la Consejera, los Concejales y Diputados presentes y a otras autoridades eclesiásticas y civiles. Y, por supuesto, a la Cofradía de la Asunción y llegada de Jesús al Monte Calvario, que este año es la organizadora de este acto.
También deseo dar las gracias a Nacho, a Ignacio, que me ha ayudado con el texto de este pregón. Y, una vez más, a todos vosotros, gracias. Gracias, y punto final
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